Nota: Cuando pude concluir, interrumpido varias veces por el rubor, esta crítica en el Listín Diario del escritor Tony Raful (Premio Nacional de Literatura); pasé del rubor a un profundo y absoluto sonrojo. Sin todavía poder asimilar sus juicios y considaraciones sobre "Siete flores en el bar", agradecido, me permito compartir con ustedes la crítica del poeta Raful.
G.C.
http://www.listindiario.com/puntos-de-vista/2015/09/22/389078/giovanni-demiurgo-en-expansion
El teatro es una realización de personajes, ellos
urden la historia y la expresan sobre el escenario. No es el tema
exactamente, el que define la calidad de una representación, sino la
asunción de los actores y actrices del tiempo vital. Viviendo el mundo
interior, el desgarramiento existencial, trocan en comunicación
afectiva, en identificación la agonía, la multiplicidad trasmutante de
los rostros, la impostora plasticidad de la actuación. La narración
cuenta pero no basta. Debe llegar al espectador, para que éste se
apodere de los diversos costados imaginativos de su propia percepción.
En “Siete flores en el bar”, el incendio de un teatro y su tragedia,
ocurrido hace bastante tiempo, el lapso destinista, la continuidad de un
augurio, es un pretexto para afrontar dos puntos cardinales del
proceso creador del montaje en escena. Cuatro actrices que no actúan en
tiempo presente, sino en ciclo ido a destiempo, son vivencias
atemporales, no tiene conciencia incesante sino en el plano subjetivo de
sus indigencias, que llevan a bordo después de la muerte física. Todo
el diálogo es pura afectación. Todos fingen pero todos están aferrados a
sus egos, a sus pequeñas conquistas, a sus normas y a sus vaivenes
morales. No pueden percatarse de que nadie las oye, de que nadie las ve.
En el telar oscuro donde proclaman sus pertenencias afables y
tormentosas, ya no son sino espectros, calamitosas imágenes en vía de
extinción.
Las actrices actúan y des actúan, se devoran a sí mismas, en algún
momento parecen danzar en un círculo tozudo, pero pernoctan en su
obstinada oscuridad, y es cuando las hermanas vengadoras, salidas del
agujero negro fantasmagórico del escribiente del libreto, conducen el
tormentoso final de la obra, donde todo bulle y detona, arrastrando al
auditorio, a un encendido y voraz reconocimiento de calidad y valor de
nuestro dramaturgo, Giovanni Cruz.
Lo que en principio parece una temática cautiva de superficialidades y
majaderías, se convierte en un drama de profunda dimensión existencial,
las carcajadas y el uso excesivo en algunos de los personajes de un
lenguaje insuficiente y vulgar, no tardó en volcarse en angustia,
misterio, sonido ululante, que impacta en el público. Ardides y
recursos de escena que contribuyen a su éxito en la evaluación final de
la obra. Con las actuaciones de Zoila Luna (Violeta), Judith Rodríguez
(Azucena), Karoline Becker (Margarita) y Carolina Félix (Rosa), en un
recital de confesiones urticantes, algunas de ellas parecen perderse
dentro del propio personaje, haciendo reiterativo el discurso, pero
resisten el tiempo interno de la obra, logran engarzar su discurrir
anónimo con el intenso clima fantasmal que los espectadores van
identificando como cambio de terreno, en viaje tormentoso a lo
desconocido.
En “Siete Flores en el bar” la actuación de Mario Lebrón es
excelente, con poco parlamento y con un dominio absoluto de su papel
asignado, confirma su profesionalidad y calidad teatral. Xavier Ortiz,
el camarero, por igual, aunque en algunos momentos luce acartonado, un
poco rígido, lo cual contraría el rol usual de su papel como servidor
del bar en penumbras.
El asunto capital de toda obra de teatro es el discurrir, la
capacidad imaginativa del dramaturgo para ajustar sus deliberadas
acechanzas temáticas. No hubo vacío en la obra, desde que arribaron las
hermanas vengadoras, el curso de la misma tomó acomodo, en medio del
humo filtrante, del suspenso que se apoderó de la sala. Y es que los
fantasmas yugularon la obra en un gris telar de sonidos y luces. Todos
somos un poco duendes, seremos mañana fantasmas, son parientes próximos
en el ordenamiento misterioso de los fenómenos.
Los fantasmas son saltarines, retozan, brincan, ahuyentan las
locuras establecidas, remozan el desquiciamiento. Giovanni es el gran
titiritero, mueve los personajes como muñecos que parlan al borde del
abismo de su almas, pero todo es como la vida misma indefinida,
imprecisa en sus deliberaciones, tajantes en la muerte. Para Giovanni
que creó esa realidad paralela, todo es tentativa y trapisonda de
atrapar la energía que fluye desde el incendio a la sala hipnotizada,
desde la casona museográfica del pasado a la memoria teatral. Hiere los
tiempos, ese invento datado de la historia. El dramaturgo corretea con
la imaginación, la hace parir en plena sala de espectadores. Yo no sé si
es magia o truculencia visual, pero nos envuelve en su alegoría,
trueca el quejido lastimero en campo de infinitas posibilidades, juega
en campo prohibido, y nos devuelve en un abrir y cerrar de ojos un
universo de almas en transición, que todo lo vuelca y lo recupera para
el placer estético de la obra.
En definitiva, el maestro Giovanni Cruz, nos entregó una muestra de
Teatro funcional, en capacidad crítica de asumir los desafíos del arte
en las tablas, sin hacer concesiones graciosas, fortaleciendo nuestra
tradición teatral. Porque de eso se trata, de hacer buen teatro como un
despojo ritual, como un aquelarre de exhumación para tantas obras de mal
gusto, de tanto vodevil insustancial, que bajo una cortina de
patrocinios corrompe el buen gusto y la calidad de discernir. Giovanni
es uno de nuestros mejores dramaturgos, con una condición trasmutante
impresionante, un demiurgo en expansión, el semidiós del teatro
dominicano, erguido en su profesionalidad y en su inventiva de cuentista
y narrador.