jueves, 15 de diciembre de 2011

Vida y suicidio del artista

Vida y suicidio del artista
Por Giovanny Cruz


Albert Camus escribió  en su Al revés y al derecho:
"Cada artista guarda, en el fondo de sí mismo, un manantial señero que alimenta durante su vida lo que es y lo que dice... al menos yo sé eso y a ciencia cierta: que una obra del hombre no es más que este largo caminar para encontrar con los rodeos del arte las dos o tres imágenes sencillas y grandes sobre las que, por
primera vez, se abrió el corazón".
Esa búsqueda es la razón y la meta que perseguimos quienes creemos finalmente en el Arte. Frecuentemente los artistas verdaderos, eternos cazadores de flechas y arcos tensados, estamos persiguiendo a las huidizas mariposas dueñas de esas imágenes interiores que signan todas nuestras vidas.

El Arte es un soplo humano. Prefiero verlo así porque nunca he entendido bien eso de las divinidades. Es una llama humana que tiene su origen en la rebeldía, en la nostalgia... y en la duda.

Cuando el ser de la época antepitecantrepetecida, nostálgico en la caverna seguramente debido a la inclemencia de sus inviernos, no pudo escuchar sus pasos triturando hojas secas, el viento aullando entre las hojas de los grandes árboles, el golpe de sus rústicos bastones sobre troncos de árboles moribundos, al grillo (de quien Manuel del Cabral afirmaba era el primer cantor del universo), las voces roncas de los ríos (que desde entonces eran de Heráclito) sobre las pequeñas piedras, el canto de las aves epocales, los lamentos o sonidos de cortejos de otros animales; se negó en plena rebeldía a aceptarse y conciliarse en esa otra realidad. 

Imposibilitado, el primitivo, de cazar y saltar por las praderas, de mirar el fuego (del que Borges dijo “que ningún hombre puede mirar sin un asombro antiguo”), de recolectar los frutos disponibles (hasta aquellos que los antipoetas luego catalogarían de “prohibidos); decidió crear otra realidad, otro universo, otra verdad: el Arte.

Éste nacería, entonces, no exactamente como un placer estético, sino como una ansiedad, como una necesidad, como un delirio y como un escape de aquello que se le escapaba. Fue un no aceptar lo establecido. Fue una respuesta a la terrible angustia que condicionaba la añoranza. Fue un rito en el grito. 

Empero, sin si siquiera presentir la dicha desesperada de Sísifo que autentificara Camus, el primitivo inaugura el viaje a montañas interiores transportando en pleno goce una pesada piedra.

¡Ahí... en ese instante... justo ahí... nació el Arte! Ciertamente como una cosmovisión. Nació la pintura que intentaba restaurar el pasado entorno. Nació la música que buscaba reproducir los sonidos en fuga. Nació el teatro como ritual mágico que desde entonces curaba y exorcizaba. Y nacía la ética y compromiso del Arte. ¡Asombro! ¡Asombro! ¡Asombro!

“Mi culto se dirige sobre todo al artista, al maestro del clasicismo moderno, digamos al Gide de los Prétextes. Conociendo bien la anarquía de mi naturaleza, tengo necesidad de ponerme, en arte, barreras. Gide me ha enseñado a hacerlo. Su concepción del clasicismo como un romanticismo domado, es la mía. En cuando a su profundo respeto por las cosas del arte, tiene me adhesión completa. Pues yo tengo del arte la idea más elevada. Lo pongo demasiado alto para consentir en someterlo a la nada... Los artistas son los únicos que nunca han hecho mal al mundo... Los genios malos de la Europa llevan nombres de filósofos.” (Albert Camus.)
Desde luego que Camus se refiere al artista verdadero, al comprometido, al intransigente, al que no cede. Ése que procura en el Arte un fin elevado, el que no se traiciona ni traiciona los principios del Arte en los cuales asegura creer. 

El artista no podría dañar a nadie, es cierto; excepto a sí mismo. Cuando nos negamos es como si la vida se nos escapara por propia voluntad. 

"Otoño"; de Van Gogh.

Es lógico esta línea de pensamiento. Los artistas somos unidades troqueladas en la paciencia del tiempo. Somos unidades capaces de transformar lo cotidiano en una verdad estética. Somos ese raro espécimen que puede tornar una palabra en una emoción trascendente, cautivadora, evocadora y motivante.

Esas piedras sisifonianas nos producirán, es verdad, un goce indescriptible; pero al mismo tiempo entrañan un comportamiento, un compromiso y una ética... ¿en su no-ética?

Cuando renunciamos a los atributos e ideas, que como esencia y llama vivencial nos han nutrido, estamos renegando de nosotros mismos. Lo que equivale prácticamente al suicidio. Porque ¿qué satisfacción tendremos después de saber que nos hemos fallado, que nos vendimos, que del Arte verdadero renegamos?

Este fenómeno se ve frecuentemente y por doquier. Siempre nos resultará doloroso ese anti espectáculo. Ver gente con talento morirse tragando su miseria, ahogándose en el vómito de su ego desbordado, subiendo a un escenario por la paga de un trago, o dos, a la roca, reduciendo su talento a categoría bufonesca, corrompiendo las grandes profundidades y negando los misterios del Arte y los artistas.

¡Qué triste y desilusionante siempre será esto para un maestro que nunca aceptará conforme que unos cuantos de los doce, o mil, discípulos vendan sus jesuses por unas monedas. Confieso que cada día resulta más difícil hasta extenderle la mano a ese tipo de negadores.



Ha poco presentamos en Bellas Artes la pieza teatral “Duendes y locos de las dunas”


Yorlla Castillo, Vicente Santos, Nilleny Dippton, Manuel Raposo, Wilson Ureña, Cristela Gómez y Ernesto Báez demostraron, en esa realización escénica, que tienen sensibilidades exquisitas y talentos verdaderos. Cientos de testigos así lo apreciaron. No obstante, tienen que tener en cuenta, luego de esta comunión de Arte en la cual participaron, que adquirieron desde ahí un compromiso. No hay manera de dar marcha atrás. Si lo hacen se convertirán en difuntos que respiran.

 “Fui dichoso en Florencia, y tantos otros lo fueron antes que yo. Pero ¿qué es la dicha sino la simple armonía entre un ser y la existencia que lleva?” (Albert Camus)