martes, 13 de febrero de 2018

Te celebro

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Consiéntanme y permítanme adelantarme unos minutos, sólo unos minutos, para regalar, como  habré hecho otras veces, esta manifestación de amor.



Te celebro

Te celebro cuando a la mañana se le ocurre
suspirar en su siempre asombroso
                                                     —y único— 
rocío.

Te celebro en los rayitos de sol
que penetran intersticios de paredes ahuecadas,
ellos son
             —finalmente lo sé—
duendes expectantes.

Igual te celebro en el haz que cruza mis ventanas,
descubriendo un venturoso Universo
sonríendo en millones de mágicas partículas
flotando en mis espacios.

Te celebro
en los roncos quejidos de amantes sudorosas,
en sus fugaces e incumplidas promesas
que procuran perpetuar esos instantes
en los cuales pasiones y amores
urgen convertirse en lenguaje articulado.

Te celebro
en las «Aguas Primaverales» de Turguénev
que acostumbro leer
cada vez que te descubro en la llovizna 
agazapa en múltiples zaguanes
o entrando por la segunda puerta de mi cuarto,
vestida de estrellas y destellos,
desnuda en un balcón
o llenándote de luna
y repitiendo tus dos palabras preferidas:
                                                         —las únicas que importan—
 ¡Soy tuya!

Te celebro en los versos
que he querido robarle a Paul Éluard:
                                                          «Te amo por amar.
                                                            Te amo por todas las mujeres que no amo.»


No logro en cambio celebrarte,
y confieso que allí te he presentido,
en la portada de una obra de Baudelaire
que nunca he concluido
por miedo a encontrarte, o saberte,
cuestionada en páginas del libro:
                                                   «Los paraísos artificiales».

Pero sí te celebro, me apasiono y río
en las alegres desvergüenzas de Milan Kundera
que inevitablemente encuentro en
                                                      «El libro de los amores ridículos».

Te celebro en los candiles de escenarios antiguos,
en las fascinantes sombras chinescas que nos permiten ser el Otro,
en el legendario canto del grillo,
y las plumas del águila,
                                                            amada y temida por gusanos,
                                                            por nosotros
                                                            y los otros.

Te celebro
en los sueños del transmutante camaleón,
que sólo aspira ser
                          —en su singular mimetismo—
su único Universo conocido.

Te celebro
en cada pétalo de las fascinantes amapolas de Villa Trina,
que son como las furcias...
                                           dadoras de placeres.

Te celebro en las abejas que sustraen el polen de las rosas
para luego sembrarlo en otras flores.
Lo hago en el nectarívoro colibrí,
hechizado siempre en los capullos.

Igual te celebro en la expectante pantera
que se vuelve sombra ante infinitos esplendores,
en los sonajeros que cantan y encantan
casi tanto como tú.

Te celebro en las bufandas de tules añiles
y en los peplos bermejos que nunca debieron irse.

Te celebro
en las vivenciales canciones de alabanzas,
en todos los secretos escondidos en la danza y la cintura
de aquella Salomé que bailaba para todos
aunque sólo quería besar a Jokanaán,
en el velo que Ivanova regaló a Samia Gamal
para que el mundo se perdiera
en el hechizo de sus danzas orientales.

Te celebro y percibo
en la convicción de Aquel mártir
que no dejó de aclamarte
sabiéndose morir entre jugadores y ladrones,
ni aún cuando la feroz lanza penetraba
en la roja habitación donde dormías.

Te celebro en tu gesto sin rostro,
en tu nombre sin apodo ni apellidos,
en la ilusión de mis dedos reclamándote los labios,
en las seductoras miradas de doncellas que cruzan mis caminos,
en el taconeo repicado de casas encantadas,
en las faldas florecidas de las que apenas te susurran,
en los que gozosos se aventuran a llamarte,
en aquellos que te piensan o presienten,
en los sabios que por siglos han intentado
                                                              —sin haberlo todavía conseguido—
atraparte o explicarte en el Vocablo.

Te celebro en todos los enigmas del fuego,
en el imperecedero movimiento de los ríos
que aún llevan el nombre de Heráclito,
en los lúdicos efluvios que salen de la negra tierra mocana,
en las inconstantes formas de las amarillas nubes del Sur,
en los labriegos que cantan al cultivar rosas o naranjas,
en el canto y la música ritual de atabaleros,
en nuestro único desierto,
en esos obreros venecianos que fabrican los espejos
que nos impiden mentir,
en todas las ciudades, callejas y caminos
que aún no he podido conocer,
en todas mis noches de vino, poesías y nostalgias.
Allí te identifico
y te llamo alborozado por el nombre convenido:                                                                    
¡Amor!