domingo, 14 de noviembre de 2010

Un perfume en la calle El Conde

Un perfume en la calle El Conde

Por Giovanny Cruz


A mis hijos Jean-Paul, Fiora y a Renata.
A mis nietos: Yazmine, Jeramyah, Savannah y Alysha
Para ser sincero (pretendo serlo en cada acto de mi vida) estoy indeciso sobre cómo identificar este relato. Llamarlo "Crónica de un encuentro mítico" podría resultar demasiado rimbombante y pretencioso. Por otra parte, soy tan imperfectamente humano que nadie creería que se trata de una experiencia mística. ¿Acaso lo fue? Signarlo como acontecimiento histórico sería una sobre valoración. Pero si lo presento como un hecho dictado por los duendes de las casualidades lo estaría demeritando. ¡Qué provocador dilema! Bueno, definitivamente no puedo tomar una decisión al respecto. Por lo que dejaré todas las opciones abiertas al lector.

Compraba unos caramelos de menta al paletero que habitualmente vende en la calle El Conde con Meriño, cuando un perfume de mujer atrajo mi atención.

¡He percibido antes ese aroma! —me dije. —¿Dónde y cuándo? 

Traté de hurgar en las tormentosas profundidades de mi ser interior. Marcio Veloz Maggiolo asegura que hay una “memoralidad” del perfume. Por lo tanto el que olía en aquel momento, si lo había captado antes, tenía que estar dentro de mis recuerdos.

No pude encontrar referencias interiores del citado perfume. Al parecer las neuronas que lo archivaron no estaban disponibles en ese momento o, sencillamente, no podía descifrar sus códigos secretos.


Giré cuerpo y cara para ubicar la procedencia del aroma. ¡Vaya asombro! ¡Nadie frente a mis ojos era dueña de esos olores!  Olores resultantes de una combinación de incienso de mirra, lavanda y almizcle.

Miré por todos los alrededores; pero nada.

—¡Santo Dios! ¡Había tenido una aparición olfativa! 


Impulsado quién sabe por cuáles resortes interiores, caminé por la calle El Conde. Al atravesar la Hostos volví a oler el perfume de mirra, lavanda y almizcle. Quien lo llevaba se desplazaba, podría jurarlo, en mi misma dirección.

Sin embargo, el perfume iba y venía como una mariposa. Y mis pensamientos danzaban impulsados por el delicado batir de sus alas.

De repente, paradas en una vidriera de una tienda de El Conde con 19 de Marzo, estaban las poseedoras del mejor aroma que he olido sobre la tierra!

¡Lo juro!

Eran tres extrañas mujeres. Una vestida de verde, una de azul y la otra de blanco. Una era negra, como el mejor legado de mis ancestros. En su cara estaba expresado todo el rito tribal que se inicia en la boca atávica del atabal de los negros antillanos. Había cierta resignación en el gesto y todavía asombro en sus ojos. En la que vestía de blanco podíamos apreciar toda la influencia europea en esta isla. De sus poros brotaban aromas, de sus ojos salían añoranzas y de su boca los ecos de un pasado con cascabeles, redoblantes y cencerros. ¡Olé! En el semblante mestizo de la vestida de azul convivían, armónicamente, tainos, africanos y europeos. El tiempo había dejado ya huellas de algunos besos en la comisura de sus labios. Pero lucía ahora estar en paz consigo misma.

Supe más tarde que  la negra había bailado con el Barón Rojo justo al lado de la hoguera. La mestiza había sido rescatada varias veces del fuego por Tinyó, el indio. Y a la de rasgos definitivamente europeos la había pintado alguna vez Edgar Degas. Probablemente  la indígena Mencía, un tambor y la lluvia habían lavado las antiguas pasiones  de las tres. 


La tranquilidad, ahora convertida en esperanza, se logró, supe después, cuando se cubrieron del frío con el río, bailaron iluminadas y cubiertas por la luna, cantaron con el grillo y el ruiseñor, y fueron una unidad con los pétalos de las bouganvilias.

Ahora estaban ahí, en la calle 19 de Mar... 

—¡No estaban! ¡Se movieron! 

Caminé... corrí para encontrarlas, para olerlas, para volar entre sus alas. 

— ¡Lo logré! 

Miraban otra vez las vitrinas de algunas cuadras adelante. Se confundieron luego con la gente. Reían, comían helados, bebían refrescos, probaban algunos dulces y modelaban collares. Es decir: ¡vivían!

Desde luego que no dejaban de perfumar a todos. Porque ya no era yo el único que las seguía. Al comienzo fuimos siete, más o menos. Luego veintiuno. Finalmente setenta y dos. ¡Ellas simplemente se reían... y perfumaban!

No sé si por miedo a la muchedumbre o para enmarcar en el misterio de la ausencia su inexplicable presencia, corrieron. También los setenta y dos, yo...y el perfume.


Desaparecieron las dos mujeres, mas no sus olores. La gente se sintió un tanto confundida, aunque no triste. No podía. No podíamos.

—Bueno, pero nadie se desvanece así por así. ¿O sí? 


Pensé que ellas tenían que estar escondidas en un lugar cercano. Mi mente de director teatral reconstruyó la escena. 

—Para desaparecer tenían que haberlo hecho por un lugar que nadie imaginaría. Hacia arriba—concluí.

En la calle Santomé descubrí un portón abierto de un viejo edificio. Sospeché y entré por él. Subí rápidamente los escalones saltando algunos. El perfume estaba allí.  Jadeando llegué hasta la azotea. Efectivamente las emanadoras del perfume habían estado allí. Pero ya se habían marchado.

Entonces, y siempre siguiendo el olor, anduve por varias calles aledañas a El Conde buscando los receptáculos de la magnífica aroma que hacía ya estragos entre los "conderos".



Desde la calle Salomé Ureña llegué hasta la Hostos. En la esquina me encontré con el escritor Cuchy Elías y le pregunté por el perfume. Me dijo que estaba parado allí solamente disfrutándolo. No le pareció buena idea seguir buscando la fuente de emanación.

—Algunas veces es mejor disfrutar de los misterios y no hurgar en ellos.  De todos modos, si persistes en seguir la búsqueda, vete al Edificio de los Balcones. Si hay un lugar apropiado en El Conde para que se alojen los enigmas es allí. ¿Sabes quién filmó secuencias para una película en ese edificio? Te voy a asombrar...

Dejé a Cuchy con las palabras en la boca y corrí hacia el Edificio de los Balcones de la Hostos con El Conde.


Siguiendo el rastro del inquietante y seductor perfume recorrí con la mirada cada uno de los balcones románicos del famoso edificio. Nada descubrí. Entonces caminé nuevamente por la Hostos hasta llegar a las ruinas Nicolás de Bari. El perfume que salía de las ruinas era muy fuerte y entré en ellas.

—¡Albricias! 

¡Allí estaban las tres mujeres dueñas del aroma alucinante! ¡Qué hermosas eran! Sentadas en el imperfecto suelo de las ruinas, abrazadas, sonreían.



Me miraron y contestaron una pregunta que nunca hice: 

¡Somos hermanas!

Sus voces eran como las notas más quedas del oboe. Sonreí y limpié mi garganta para preguntar sus nombres. Antes de que saliera una palabra de mi boca, la mestiza dijo: Piedad, me llamo Piedad. La negra: Esperanza, me llamo Esperanza. La blanca: Caridad, me llamo Caridad. Y a trío aclamaron: 

—¡Queremos quedarnos!

Hablamos durante una hora de los duendes que aún pululan por El Conde, de los piden, de los que dan, de los que son felices en las esquinas, de los que cantan, de los que sueñan, de las que se entregan, de los consumistas, de los que prometen, de las que esperan, de quienes temen, de las que rezan, de los que engañan, de los indiferentes, de ciertos orates que quedaron atrapados en una idea, de los humildes, de los encumbrados, de los clérigos, de los Reyes Magos, de los Reyes Malos, de los reeleccionistas, de los opuestos, de los infieles, de los fieles, de los diletantes, de los que beben, de los artistas, de los que dudan, de los nacionalistas, de los internacionalistas, de los desasitiados por cierta sentencia, de los que aman, de los que odian, de los racistas, de los antiracistas y hasta de mí. También, naturalmente, sobre la brisa, las ilusiones y la magia que llegan siempre con diciembre. 

Una pena que tenga que solicitar el ineludible... ¡Telón!