martes, 23 de abril de 2013

Sabemos, los escritores sabemos...

Sabemos, todos los escritores sabemos, que efectivamente es el Otro quien escribe nuestras obras. Nosotros somos, apenas, traductores de Aquel a quien solo captamos, a veces, en el fondo de nuestros espejos.


 

“La suprema verdad artística es siempre verdad espiritual, que, en el drama y en la novela puede llamarse, según la terminología científica al uso, verdad psicológica. Cuando esa verdad se alcanza en una obra, poco importa que en ella lo exterior no tenga aspecto ni consistencia de realidad, o los tenga sólo en consonancia con la concepción espiritual; y por eso es más real un drama de Maeterlinck, con desarrollarse en país indefinido o indefinible, que todo el realismo fotográfico de un Brieux. Ya ha dicho profundamente Bergson que el arte abandona la simulación de la realidad cuando encuentra medios superiores de producir la emoción estética.”
                                               Pedro Henríquez Ureña


Un hombrelobo en Las Calderas
                    «La literatura es mentir bien la verdad.»
                                                             Juan Carlos Onetti

                        A finales del 1958 mi padre había sido designado Supervisor General de la construcción de la carretera que enlazaría la Base Naval de Las Calderas con el muelle de Ocoa. La Base Naval estaba a la sazón comandada por un tal coronel Castillo, casado con una coja de nombre Milagritos, hermana del sátrapa Rafael Leonidas Trujillo Molina («Chapita»).
            La designación de Supervisor había vuelto a reunir a la familia, separada casi un año por razones económicas. Aunque mi padre era sobrino y capataz de las obras que por contrato realizaba un allegado a Trujillo de nombre José Delio, los inoportunos aunque tímidos comentarios antitrujillistas que solía hacer en algunos lugares, provocaban que mucha gente simpatizante de la satrapía, o temerosa de ella, no quisiera tenerlo siempre en su entorno de trabajo, a pesar de lo eficiente y dedicado que él era en esos menesteres.
            Cada vez que llegaba una prángana, mi madre y los hermanos terminábamos «asilados» en la casa de los abuelos maternos, situada en el paraje donde habíamos nacido: El Caimito de Moca.
            Mi padre se había quedado en la capital por haber allí mayores oportunidades de empleo. Esta vez la desocupación de mi padre, discreto pero pertinaz crítico del tirano, duró más de lo normal. Hasta se vio forzado a conducir por unos meses un auto público al que tenía que frenar manipulando la palanca de los cambios de velocidades.
            En El Caimito siempre disfrutábamos la estada. Hacíamos carritos de yaguasil para deslizarnos por los despeñaderos, sacábamos yuca del mismo corazón de la tierra, robábamos racimos de plátanos en la finca más cercana, arrancábamos las frutillas del cundiamor que crecía silvestre entre las plantas de maya que delimitaban la casa de los abuelos, recolectábamos de un bucaré cercano peonías rojinegras para echárselas a las lámparas de gas, comíamos manís frescos de la plantación que estaba frente a la casa, rezábamos el rosario al caer la tarde, maldecíamos las maldiciones de la abuela cuando jugaba dominó, cenábamos casi indefectiblemente arenque guisado con mangú o queso blanco frito y en mi caso particular, a pesar de mis escasos seis años, me desaparecía en los cacaotales a la hora de la siesta para “jugar” con algunas de mis primas. Un panorama realmente encantador y paradisíaco. Aún así, cuando mi padre se apareció una tarde de un sábado y se colocó un billete de papel moneda en la frente, anunciando cierta bonanza económica, nos alegramos en demasía. Era un buen augurio...