domingo, 10 de marzo de 2013

Encuentro privado con la muerte


Encuentro privado con la muerte


Luché con la Parca. Así fue. Ella andaba suelta por ahí. Y una mañana se presentó en mi casa.

Ciertamente hay una asesina, que algún sociópata introdujo en nuestro país, cometiendo todo tipo de desmanes en estos días.

No se trata de una vengadora selectiva ajustando cuentas propias o por otros inducidas. Nada de eso.

No es una esquizofrénica o paranoica cuyos delirios obligan a actuar de manera criminal. No. No es eso.

No se trata de alguien contratado para demostrar que nos hemos colocado, como Estado Fallido, al margen del Imperio de la Ley. No es ese el asunto.

En este caso no es la CÍA o los reductos de la KGB quienes controlan a esta altamente peligrosa mujer. No. Esta vez, como sí en otras ocasiones, no son esas desprestigiadas instituciones quienes patrocinan a la Muerte.

Extraña que el Gobierno Central, presumiblemente advertido por los organismos de seguridad nacional, no haya informado de la presencia de esta singular mujer. Mas aún: tengo sobrino y hermano militares y ni de ellos obtuve información preliminar sobre la presencia de tal asesina internacional en el país.

Una lástima que así fuera porque tuve que enterarme de la peor manera: enfrentándome directamente con ella. Así fue.

Generalmente los intentos criminales, aunque hay excepciones, ocurren en nuestro país en horas de la noche. Los malevos las prefieran para agazaparse traicioneramente entre las sombras.

Pero esta matatodo no actúa de esa forma. ¡No! A ella no le importa un comino que sus víctimas vean su cara desgarrada, su mirada fría de tiburón, su pelo ensortijado que intenta emularse al de Medusa, sus manos huesudas como corresponde a aquella legendaria señora de guadaña.

En mi enfrentamiento con ella hasta sentí que prefiere ser vista. Como esas amantes que piden encender la luz para que la pornografía se coloque justamente frente a ti. ¡Encantador!

Pero en este caso, te aseguro, no habrá mordidas apasionas, aunque habrá dentelladas sangrientas y doloras. No habrá gritos placenteros, aunque gritarás. No habrá de esos silencios que ocurren luego de la satisfacción plena que se obtiene con el coito bien realizado, aunque te aseguro que parecerá que te llegará el silencio eterno indefectiblemente, si acaso tienes la desdicha de enfrentarte a la mujer de marras que deambula por ahí, matando dominicanos sin misericordia alguna; sin que edades, sexos, ideologías, religiones o preferencias tengan para ella importancia alguna.

Me encontré con esa mujer una mañana. Había estado compartiendo la noche anterior, frente a varias copas de vino tinto de la Rioja, con mis amigos Manolito García Arévalo, José del Castillo y Onorio Montás. Por supuesto que no hubo tema cultural que no tocáramos esa noche. Los políticos nunca son abordados por nosotros en esos encuentros.

Como entenderás la noche no concluyó exactamente en el horario oficial que nos asignan ahora a los bohemios. No, señor. Por eso no desperté, al día siguiente de aquel encuentro, a mis acostumbradas seis de la mañana. Lo hice a eso de las nueve.

Duermo en el tercer de mis tres niveles. Acostumbro, una vez despierto y aseado, abrir todas las puertas de mis terrazas y balcones para que entre por ellos la luz y las renovadas promesas de los días. Efectivamente estaba feliz. Listo para iniciar mis bregas culturales. Listo para comenzar a teclear sobre La Gata (mi ordenador personal). Pero cuando abrí la puerta de la terraza del tercer nivel de mi casa, una oleada de furor entró por ella. ¡Era ella: la asesina!

Como un dóberman rabioso me miró al cuello y ahí mismo me asestó el primer golpe. Dado un reflejo que aún conservo de los ya en desusos y oxidados entrenamientos personales, evadí el impacto destructor que me fue lanzado. Desde luego que no resulté ileso de esa primera agresión.  Eso hizo que casi cayera al piso. Entonces la MM (Mujer Muerte) se abalanzó sobre mí y clavó sus dedos de acero justo sobre el coxis, como dicen que letalmente hacían aquellas asesinas llamadas Chinas Dools.

El dolor fue insoportable; pero decidí vender cara lo que suponía me quedaría de vida y salí a luchar con aquel engendro del infierno.

Peleamos durante varias horas. Producto de la lucha mi cuerpo se calentó a mas de cuarenta grados, mi complicado corazón se aceleró (algo peligroso porque todavía no había tomado mis tres pastillas reglamentarias), las piernas me flaqueaban, el pecho parecía que se rompería en dos mitades, no podía respirar y tosía… tosía mucho y sin parar.

Pensé que moriría. Y ni siquiera conocía el nombre verdadero de aquella Muerte que la muerte en mi casa me estaba ocasionando. Ni sus motivos.

Aquella que conmigo encarnizadamente luchaba tenía que ser, me dije, la reencarnación de la condesa Elizabeth Bathory, que mató unas quinientas mujeres para beber su sangre. O de Medea, la profesional del envenenamiento. De Agripina o de Lucrecia Borgia.

Pensé que era Marie Madeleine d’Aubray, marquesa de Brinvillier-La-Motte. O la texana Diana Lumbrera. O Rhonda Bell Martin, de Alabama.

Era mas despiadada, eso sí, que la newyorkina Waneta Hoyt, la que asesinó a sus seis hijos.

Se podría tratar, pensé, de Margie Velma Barfield, la de Carolina del Norte que mató a sus siete esposos y a su propia madre. O Taylor Moore, que asesinó a sus esposos, a sus amantes, a su padre y uno que otro pastor evangélico.

No demostraba gran emoción. Tampoco tenía la educación refinada de aquella Dorotea Puente que asesinaba a sus huéspedes para cobrar sus seguros de vida.

Era fría como Helen Golay y Olga Rutterschmidt, las ancianas encantadoras que mataban indigentes en California.

Con una encarnación, seguramente, de aquellas célebres asesinas me estaba enfrentando.

Pero como Perseo cuando se enfrentó a Medusa me defendí.

No reculé, como nunca lo hizo la maquina perfecta de la guerra que fue Ulises. Me llené del valor de Bolívar al cruzar los andes, de Juan Alejandrino Pina y Vicente Celestino Duarte al luchar contra los haitianos. Invoqué al cacique Caonabó, al que nunca pudieron derrotar los españoles.

Para no alargar esta crónica les diré que, finalmente, MM se marchó de mi casa sin lograr matarme por completo. Eso si, me dejó bastante acribillado.

Como pude, no recuerdo bien como lo hice, me arrastré hasta mi cama. Durante largos y dolorosos días he permanecido acostado sin poder hacer otra cosas que mirar el techo blanco de mi cuarto, en el que (¡lo he descubierto!) se esconden infinitas formas.

Los medicamentos que me suministraron no lograron restablecerme con la celeridad que deseaba. El tiempo… solo el tiempo logró el milagro, si a esto que me queda de cuerpo puedo llamar de esa manera.

Aún estoy quebrantado. No hay una pulgada de mis carnes que no me duela todavía. La tos persiste. Apenas puedo respirar; pero al menos ya puedo sentarme en el sillón de mi escritorio y teclear palabras en La Gata.  Cuando logro hacer esto sé que, una vez mas, estoy vivo. Coleando y feliz.

Escribo esta crónica para recomendarte que te cuides. Trata de evitar enfrentarte con esta Dama de la Muerte.

Su nombre verdadero, por mas que lo investigo, no logro descubrir para denunciarlo.

Una amiga, de esas que siempre encuentran verdades en las mismas Utopías y descifran los sueños y las palabras que tienen que escribir los poetas, sospecha que se trata de una muy anciana Parca que tildaron de La Gripe. Me dijo que en nuestros barrios, dado el gracejo caribeño, le han puesto el mote de La Barrick.

Todavía medio muerto, y mientras me atiborro de medicamentos y vitamina C, voy a pedir con voz debilitada que me coloquen en la cama una segunda almohada y tiren por hoy, mañana será otro día, el siempre predecible… ¡Telón!