miércoles, 11 de julio de 2012

El silencio, el destierro y la astucia de Samuel Beckett


El silencio, el destierro y la astucia de Samuel Beckett
Pablo E. Chacón


Nuestro colega, amigo y colaborador Carlos Castro nos envió este genial trabajo del escritor y periodista Pablo E. Chacón con una nota imperativa: No dejes de publicar este artículo. Por supuesto que habría de publicarlo. 

De Pablo E. Chacón encontramos que nació en Mar del Plata en 1960. Es redactor de la sección de cultura de la agencia oficial de noticias Télam y corresponsal de la agencia de noticias alemana DPA. Colaboró en los suplementos culturales de los diarios Clarín, La Nación y Página/12 y en revistas, como Diario de poesía y Trespuntos.

Como James Joyce, Samuel Beckett salió de su Irlanda natal hacia París con poco más de veinte años. Llegó en 1928 luego de graduarse en filología moderna en el Trinity College de Dublín y aceptar un puesto como lector de inglés en la Ecole Normale Superieure. Jamás se reconoció británico, siempre irlandés. Sus constantes idas y vueltas del continente a la isla, al parecer no cambiaron una posición “pesimista”, “nihilista” que es uno de los lugares comunes que se repiten sobre sus textos y hasta sobre su figura, la de un pájaro solitario que mucho después se supo escondía rasgos de generosidad poco comunes.

París fue su norte: conoció a André Breton, Philippe Jaccotet, Louis Aragon, Philippe Soupault, Paul Eluard, etcétera: la vanguardia que había tomado el cielo por asalto pero que sin embargo nunca lo distrajo de sus lecturas de las Escrituras, la filosofía, Dante, Giordano Bruno, Vico y Marcel Proust. Frecuentó, por intermedio de su amigo Tom McGreevy, el círculo aúlico de James Joyce, y publicó algunos poemas y un ensayo. Contratado por el Trinity College en 1930; intentó dar clases pero renunció enseguida: lo suyo no era la pedagogía ni el papel de hijo pródigo. En Londres se editó su ensayo sobre Marcel Proust, que nunca fue traducido al francés. Dublín lo deprimía, a pesar de la excelente relación que tenía con su padre. De vuelta a París, tradujo, escribió, leyó, siempre cerca de Joyce y de una prima con la que en Alemania tuvo sus primeros escarceos amorosos. Pero Beckett, a pesar de su éxito con las mujeres, no lograba levantar cabeza. Viajó por Europa, visitó museos, rastreó paisajes, cultivó los bajos fondos, siguió leyendo, inventando un nombre y un espacio para un mundo que lo tenía pero al que deseaba dejar innombrable, en ocasiones acompañado por el artista plástico Alberto Giacometti (“los dos eran aves nocturnas y adictos a las caminatas”, escribe Cronin), en otras solo. Disimulaba su desprecio por el surrealismo y estudiaba filosofía, sin saber con precisión qué es lo que quería decir, pero sin dudar que en la estela del autor del “Ulises”, las convenciones genéricas (y hasta la sintaxis) habían estallado para siempre. En ese punto, podría reconocerse un rasgo del estilo de Beckett: la obstinación, la persistencia, un fraseo enunciado por múltiples voces, sin cuerpo, pura voz sin “personaje”, sin idea de “personaje”, excepto algunos señores algo craquellé, a la manera de Chaplin o Buster Keaton, como clowns reconvertidos a la espera del dios muerto de Nietzsche, operando por sustracción de hábitos, de lenguajes, de sentido, de palabras, casi hasta llegar a la letra. Pero esto, después. Antes, Beckett hizo otro viaje a Dublín para saludar a sus padres y a su hermano Frank y entonces las cosas dieron un vuelco definitivo.

La muerte de su padre, en junio de 1933, desestructuró al escritor. “Sam quería mucho a su padre, y nos habló varias veces, de manera pausada, sobre los largos paseos que daban juntos (…) Nos habló de la época en que siendo un muchacho, su padre le enseñó a nadar. Para aprender, Sam tuvo que tirarse al frío mar desde las rocas de Sandycove. Su padre le había dicho, desde abajo, agarrándole las manos: ‘Salta, confía en mí’. Y él, asustado y todo, saltó, pero aún recordaba la altura y el miedo que había pasado, y remedaba el modo en que su padre le había dicho, ‘Salta, confía en mí’”, cuenta Anne Atik en “Como Fue. Recuerdos de Samuel Beckett” (Circe). El sorpresivo deceso de William Beckett enfrentó al hijo menor con May, su madre, católica ferviente, que a pedido suyo, le pidió a Beckett la acompañara a un viaje a la costa irlandesa. El escritor cayó en una depresión con ataques de angustia continuos, insomnio, dolores en el pecho y si lograba pegar un ojo, pesadillas. A la vuelta, y antes de liquidar la herencia, May accedió a que Sam consultara a un especialista en Londres. Así, el 24 de enero de 1934, en la clínica Tavistock, Beckett conoció a Wilfred Rupert Bion.

Escribe Jacques Lacan sobre el británico: “(le brillaba) tras el monóculo una resplandeciente llama que se movía al ritmo de una palabra que ardía por adherirse una vez más a la acción, al hombre, mientras con una sonrisa echaba hacia atrás su rojiza cabellera, cortada al rape, y con gusto recordaba cómo había completado su experiencia de analista al tratar a hombres probados en el fuego de octubre de 1917 en San Petersburgo”. (“La psiquiatría inglesa y la guerra”, 1947).

Bion, pionero del trabajo con grupos, recibe a un Beckett acosado por cantidad de síntomas: quistes, erupciones cutáneas, ansiedad, gripes, orzuelos, dolores auriculares. “Se despertaba en medio de la noche bañado en sudor, presa de palpitaciones, incapaz de respirar y vencer el ciego pánico que lo sofocaba”. El futuro Nobel sólo podía dormir si su hermano se quedaba junto a él. Finalmente, la familia decidió el traslado a Londres, y sufragar el tratamiento, que sólo duró dos años. Bion lo recibía tres veces por semana, concentrado en “la fuente de su agresividad narcisista y sus episodios depresivos”.

La interrupción, decidida por el escritor (contra la opinión del analista), con todo, había sido relativamente eficaz: Beckett dejó de padecer neurosis de angustia e insomnio, erupciones y pánico. Y podría decirse que el tránsito por ese infierno acaso le haya dado una primera hipótesis para pensar la literatura después de Joyce. En esos años, el irlandés escribió poesía, esbozó relatos y estudió pintura e idiomas. En Dublín, para unas navidades, su madre insistía con su futuro, y su hermano le reprochó los gastos del análisis. En Londres, Beckett pretendió apurar una solución a sus problemas pero Bion se negó a atender esa demanda. Después de suspender su análisis, el escritor empezó a tocar el piano, retornaron los golpes de angustia y empezó a escribir una novela, “Murphy”.

Años después, Beckett dijo que conocer a Suzanne Deschevaux-Dumesnil, seis años mayor que él, resultó decisivo. “Ella me convirtió en un hombre. Ella me salvó”. En París, instalado definitivamente, el escritor parecía no pasarla bien, bebía en exceso, frecuentaba putas, no trabajaba, escribía poco, una noche fue apuñalado por un proxeneta.

En una carta a McGreevy dice que era infeliz “consciente, intencionalmente, con lo cual me fui aislando cada vez más, emprendí cada vez menos tareas, me fui dejando llevar por un crescendo de desconexiones tanto de los demás como de mí mismo (…) En las fiestas y en las borracheras y en las bromas y en la pereza y en el sentimiento de ser demasiado bueno para cualquier otra cosa. Con un miedo muy concreto de agravio fui a ver a Geoffrey y luego a Bion para enterarme de que ‘ese miedo y agravio concretos’ eran los síntomas menos importantes de una enfermedad que había empezado en una época de la ‘prehistoria’ de la que no guardo recuerdo, una burbuja en un charco, y los famosos comentarios que atesoraba por ser indicativos de la superioridad formaban parte de la misma patología”.

Esperando a Godot
Beckett sabe sin saber que el efecto retroactivo de un análisis conoce un límite, una pared vacía, una memoria que no es un recuerdo porque el lenguaje no articula el mundo que el escritor empieza a articular con “Murphy”, pero que desplegará, en ese orden de sustracción que también lo singulariza (y aleja) del Joyce del “Finnegan’s Wake” (Lacan entenderá ese texto como una suplencia, por adición, de una psicosis que no se desencadena), al punto que la trilogía, “Molloy”, “Malone muere” y “El innombrable”, compuestas en menos de cinco años, expulsan a su autor de la neurosis obsesiva paralizante y a continuación su pieza teatral, “Esperando a Godot”, lo convierte en una celebridad: ¿en la escritura está la cura? Si se entiende la cura no en un sentido terapéutico sino existencial, heideggeriano, probablemente para Beckett hubo algo de eso.

El paso por el que puede resolver el enigma de la escritura (fuera de modas y figuraciones) es una suerte de empuje al silencio que al contrario de Joyce, resulta imprescindible para acceder, por la vía de la sustracción, como se dijo, a un real donde el semblante de acceso es la humorada, la angustia de la humorada y el silencio de la angustia, ese silencio que arma con el sujeto una especie de fantasma, muerte imaginaria que habrá de acompañar a cualquiera hasta donde sea, si es que existe algún lugar, o si es que existe la posibilidad de atravesar el terrorismo cartesiano que reduce el ser a su identidad o al rumiar de una voz que sólo nombra el fundamento incognoscible del mundo.

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