lunes, 24 de enero de 2011

Irineo Funes, el memorioso

Jorge Luis Borges era un ser humano difícil. Era un escritor excepcional. Era una enciclopedia humana única. Era un genio atacado y muchas veces vilipendiado. Era un confeso ateo. Era un crítico terrible y despiadado. Era un polemista formidable.

Recordamos su extraño respaldo a la dictadura militar argentina que asesinó cientos de jóvenes. Pero no siempre recordamos las veces que hizo crítica severas a esa misma dictadura. Sus detractores nos impiden recordar esas posiciones políticas del gran escritor argentino. Empero, él mismo entrenó nuestras memorias selectivas a través de uno de sus cuentos: FUNES EL MEMORIOSO. Por eso recordamos perfectamente lo que dijo luego de reunirse con las madres y abuelas de los desparecidos y asesinados de la plaza de mayo:

Cuando me enteré de todo este asunto de los desaparecidos me sentí terriblemente mal. Me dijeron que un general había comentado que si entre cien personas secuestradas, cinco eran culpables, estaba justificada la matanza de las noventa y cinco restantes. ¡Debió ofrecerse él para ser secuestrado, torturado y muerto para probar esa teoría, para dar validez a su argumento!

Una frase de él, entre tantas geniales, envidio con pasión verdadera. "Una sola cosa no hay y es el olvido" (¡Yo debía haberrla dicho antes!). Otra: "El sarcasmo es el amaneramiento de la crítica".  Pero entremos en el asunto que nos ocupa. Se trata de consideraciones referenciales que varias personalidades han hecho sobre el cuento de marras, convertido ya, igual que el propio Borges, en un Mito. Hoy publicamos esos trabajos enviado a nosotros por el colega, sociólogo, escritor y colaborador de La pasión Cultural Carlos Castro; mañana publicaremos entusiasmado, como cabía de esperarse, el cuento mismo de Borges.

 Ireneo Funes, el memorioso

 
Por Silvia Hopenhayn
Para LA NACION
Ireneo Funes nació en 1868, en Fray Bentos, Uruguay. Hijo de María Clementina Funes, una planchadora del pueblo, y un tal O'Connor, médico del saladero según algunos, aunque otros dicen que se ganaba la vida como domador o rastreador en el departamento de Salto. En todo caso, la impronta paterna es bastante imprecisa. Ni siquiera se conoce el nombre de pila.
Ireneo tenía dos rasgos que caracterizaban su aspecto insondable: no darse con nadie y estar siempre al tanto de la hora. Sin consultar el cielo ni mirar el reloj, sabía la hora con exactitud. Y cuando se la consultaban, solía responder con una voz aguda y burlona, poniendo el acento en los minutos.
El primo de Borges, Bernardo Haedo, solía desafiarlo en cualquier esquina. Junto a él Borges vio a Funes por primera vez, durante uno de los plácidos veranos en que se hospedó en la estancia San Francisco, del padre Bernardo, sobre el río Uruguay, muy cerca de Fray Bentos.
Era un atardecer de marzo o febrero de 1884. Volvían a caballo, cantando, después de un día bochornoso y con ansias de tormenta. En ese momento, apareció un muchacho corriendo por una estrecha y rota vereda. Oscureció de golpe e imprevisiblemente, el primo de Borges le gritó, poniéndolo a prueba: "¿Qué horas son, Ireneo?". Sin detenerse, Funes le respondió: "Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco".
Por eso lo llamaban el "cronométrico Funes". Nunca fallaba en su percepción del tiempo. No era una adivinación. Lo hacía por gusto, siempre con un cigarrillo, el rostro duro, vestido con bombachas y alpargatas.
Para Pedro Leandro Ipuche (1889-1976), poeta uruguayo iniciador del "nativismo", Funes era un precursor de los superhombres. Lo llegó a calificar de "Zaratustra cimarrón y vernáculo". Si bien Borges era un gran admirador de Ipuche (ver "La criollidad en Ipuche", Proa , segunda época, Buenos Aires, año 1, número 3, octubre de 1924), prefería considerar a Funes un compadrito de Fray Bentos con ciertas incurables limitaciones.
De aquel efímero cruce (cuya fugacidad más tarde Ireneo lamentaría), Borges lo recuerda de cara taciturna y aindiada, con manos afiladas de trenzador y voz pausada, "resentida y nasal del orillero antiguo".
Los dos veranos siguientes, la familia de Borges decidió veranear en Montevideo. En ese tiempo, ocurrió el accidente de Ireneo.
La volteada de Funes fue famosa en todo el pueblo. No tanto por la violencia del golpe como por las consecuencias que tuvo la caída en su acérrima memoria.
Con 19 años, fue derribado de manera imprevista por un redomón en la estancia de San Francisco y quedó, según cuentan, completamente tullido. Inmovilizado en un catre, con los ojos puestos alternativamente en la higuera del fondo o en una telaraña, viendo de cerca o de lejos cosas distintas, pero siempre desde el mismo lugar. Esto es: en la pieza del fondo, detrás de la reja de la ventana, a veces con los ojos cerrados y otras absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.
Pasaba sus días en un rancho decente, con dos patios de baldosas y una parra, junto a su dedicada madre. Pero el hecho de que estuviera postrado no le significó un aislamiento. Todo lo contrario. Los efectos del accidente lo volvieron omnipresente. El mundo y la historia desfilaban por su mente.
El propio Borges fue quien descubrió este tardío y repentino don de Funes. En febrero de 1887, cuando volvió con su familia a Fray Bentos, Borges había llevado consigo varios libros, lectura propicia para un veraneo de llanura; entre ellos, un volumen impar de la Naturalis historia , de Plinio (obra fundamental de consulta en cuestiones científicas durante la Edad Media). Al enterarse de esta posesión "anómala", Ireneo Funes le envió una carta florida y ceremoniosa, en la que le recordaba el encuentro "desdichadamente fugaz" del día 7 de febrero del año 84 y le solicitaba con gentileza el préstamo de la Naturalis historia , acompañada por un diccionario. Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. De esa carta se puede deslindar su letra. Era perfecta y la ortografía, muy particular, como la preconizada por Andrés Bello: la "i" por "y" y la "j" por "g".
Un anuncio repentino llevó a Borges a apurar la devolución. El 14 de febrero le telegrafiaron desde Buenos Aires para avisarle que su padre estaba muy mal. Convenía que volviera inmediatamente.
En la noche previa a su viaje de regreso, pasó por el rancho de Funes, quien le reveló su más preciado y fatal secreto.
En una conversación casi en penumbras, Funes le contó que después del accidente había perdido el total conocimiento y al recobrarlo, "el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido". Era el presente de la memoria, de las memorias más remotas a las más triviales. Apenas le importó saber que quedaría paralizado toda su vida, incluso que su vida tampoco duraría tanto. Estaba maravillado por su percepción rememorativa. Tenía algo de infalible. Todo lo que vivía, miraba, soñaba o percibía se almacenaba en una suerte de presente perpetuo.
No eran recuerdos simples; según contó Funes, "cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares". Y como no olvidaba ningún detalle del día, necesitaba de un día entero para recordarlo. Llegó a calificar su memoria de "vaciadero de basura". Allí entraba toda la historia del mundo. Pero tenía un problema de ocupación. Tantos detalles, tantos pormenores recordados, le impedían pensar. Borges le buscó una explicación: "Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos".
Funes era casi incapaz de ideas generales, platónicas. Le costaba entender, por ejemplo, los colectivos o las nominaciones genéricas. El caso más famoso que recuerda Borges es el del perro: "Le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)". Por otra parte, no sólo recordaba lo que veía sino su propia percepción de lo observado. "No sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado." Es decir, conservaba el momento en que esa hoja se posaba en su mirada. Y recordaba el estremecimiento de sus ojos.
Imposible dormir en estas circunstancias. Uno se duerme cuando olvida.
Ahogado en el mar de su memoria, Ireneo Funes murió en 1889. Motivo: congestión pulmonar. ¿Habrá sido su vida, como dijo Borges muchos años después, "una larga metáfora sobre el insomnio"?
 
HORMIGUEO CONSTANTE
Por Guillermo Martínez
Siempre pensé que le deberían resultar muy difíciles a Ireneo Funes las operaciones de pensar, las operaciones de síntesis, de elipsis, que tienen que ver con la generalización, la abstracción y, finalmente, con el olvido.
Ya Federico Nietszche había detectado que la identidad formal es la posibilidad de igualar cosas que son por completo diferentes entre sí. Y esa especie de igualación es lo que no puede hacer Funes: para él, cada cosa existe de una manera absolutamente diferenciada, aun la misma cosa percibida en momentos diferentes. Hay como una especie de sala atestada de objetos en la que su mente no puede moverse. Por eso es tan tremenda la condena de estar tirado en un catre viendo las cosas en cada momento diferente.
Es muy interesante su dificultad para dormir, que puede deberse al hormigueo constante de impresiones diferentes que pugnan unas por ocupar el espacio de otras. Por eso se dice que tiene un truco: hay unas casas nuevas que se construyen en la distancia, y es el único momento de descanso que tiene porque las ve como algo nuevo y homogéneo. Si ya las hubiera conocido, estaría condenado a recordarlas en sus diversas etapas de construcción y destrucción. Porque lo que le está negado es el olvido.
(Martínez es escritor, autor de Crímenes imperceptibles, entre otras novelas.)
DON O CONDENA
Por Luis Chitarroni
Yo no sé si conozco el sabor de la memoria porque creo que el único que lo conoce es Funes. Su competencia me hizo ver que yo era un idiota, un distraído, un ser humano. Y que él era un superhombre.
Funes tiene algo bergsoniano. Lleva la duración dentro de sí. A su vez es víctima de la duración. La percepción total es su mayor virtud pero también su mayor condena; está imposibilitado de abstraer y de pensar.
Lo quiero mucho a Funes, me parece muy entrañable, tiene esa cosa retobada del que se cayó y que finge, y hace alarde de que es mejor haberse caído. El accidente es como el modo épico, heroico, de ponerse a contar.
(Chitarroni es escritor, editor y crítico literario.)
LA ROSA OLVIDADA
Por Ricardo Allegri
Los traumatismos generan lo contrario de lo que le pasa a Funes, generan pérdidas de memoria, amnesias. Sin embargo, existen algunos tipos de traumatismos de lóbulos frontales que no nos permiten el proceso de generalización y nos hacen quedarnos fijados en el detalle. Probablemente a Funes la caída del caballo le generó un hematoma, una lesión frontal que potenció lo que previamente tenía y le dio esa habilidad absoluta. La memoria de Funes puede explicarse desde el punto de vista neurológico del siguiente modo: la memoria en todos nosotros tiene tres formas: una sensorial, un segundo paso que es la episódica y un tercer paso que es la conceptual o semántica.
En el caso de Funes, la sensorial y la episódica son claves y son las que él tiene sumamente desarrolladas, pero sin poder acceder a la memoria semántica, a la conceptualización. Cada información que ingresa en su cerebro ingresa como información única. Por ejemplo, el concepto de la rosa es la sumatoria de todas las rosas que vimos a lo largo de nuestra vida y de nuestras vertientes sensoriales, la rosa por el olor, la rosa por el tacto, etc. Para él, en cambio, cada rosa pasa a ser una unidad de información. Por eso cuando describe los números, no utiliza las reglas matemáticas, sino que cada uno corresponde a una unidad. No hay varias cosas 886, hay un 886 para cada cosa.
(Allegri es neurólogo. Realizó su tesis sobre la memoria basándose en el modelo de Funes)