miércoles, 28 de diciembre de 2016

Entre Marcial Lafuente Estefanía y Miguel Decamps

Entre Marcial Lafuente Estefanía y Miguel Decamps
Por Giovanny Cruz Durán.


A pocas millas de Dodge City, tres jinetes descienden de sus caballos, a los que cubren con unas mantas secando el copioso sudor que pone un brillo metálico en la piel. extenuados, déjanse caer al suelo, recibiendo la caricia de la verde hierba protegida del sol por un grupo...”

No recuerdo exactamente cómo Miguel Decamps y yo comenzamos a hablar del escritor toledano Marcial Lafuente Estefanía y de sus 3000 novelas de kioscos publicadas.

Ambos hospedados en un pequeño Holliday Inn de New York, solíamos escaparnos  y procurar nuestra propia nostálgica bohemia. Íbamos, creo recordar, camino a la plaza Eataly cuando de repente admitimos ambos que habíamos leído una muy buena cantidad de las “novelitas de vaqueros” de M. L. Estefanía.

Yo conocí y compartí con M. L. Estefanía —dijo Miguel de pronto, sosteniendo una sonrisita maliciosa entre los labios. Por supuesto que en mí asomó el asombro y el interés de rigor.
Bueno... con uno de los tantos “M. L. Estefanía...” —corrigió Miguel.

Ocurre que Miguel Decamps trabajó es Barcelona para la editora  Seix Barral. Allí conoció un hombrecillo (flaco y con mucho menos de cinco pies de estatura, uno de esos tipos que debemos tildarlos de “enanos falsificados", de crecido pelo lacio que partía a un costado). El individuo, cuyo nombre se ha perdido en los intrincados recovecos de la memoria, trabajaba como cajista de Seix Barral. Un cajista, en los inicios de las imprentas, era un hombre culto que debía preparar (con piezas de plomo) los moldes que luego pasarían a ser impresiones.

Con este cajista catalán, Miguel no tenía mayor contacto que lo protocolar dentro de un ambiente de trabajo. Por eso a Decamps le sorprendió que una tarde aquel individuo lo invitara a tomar vino y disfrutar de las siempre generosas tapas catalanas. La misteriosa invitación quedó explicada inmediatamente comenzaron a tomar las primeras copas de vino. El individuo dijo que había logrado vender varias historias que serían incorporadas a la producción literaria de Marcial Lafuente Estefanía. Lo que garantizaba un buen dinero de ahí en adelante.

El pequeño cajista nunca había ido a los Estados Unidos de América. Y sin las ventajas entonces de Google, se las ingeniaba para estudiar geografía, historia y costumbres de los escenarios del Oeste norteamericano en los cuales transcurrían las historias.

Un poblado minero, muy pequeño, se elevaba a pocas millas de Placerville, con un salón para divertirse, pero los mineros preferían recorrer unas cuantas millas más y hacerlo con más libertad en El dorado. Los mineros, en general, vivían desconfiados y recelosos siempre de la sorpresa del enemigo que continuamente acechaba. Se sentían más seguros en Placerville que en el propio poblado minero.


¿Quién realmente era M. L. Estefanía?

Nació en Toledo en 1903 y llegó a ser General de Artillería de los Ejércitos Republicanos. Al concluir la guerra cayó varias veces presos. Pero negado a tomar el exilio y sin poder trabajar en España como ingeniero, siguiendo el consejo de Jardiel Poncela, decidió escribir novelas de entretenimiento. La primera  fue publicada en 1943, con el título de “La mascota de la pradera” (Ediciones Maisal: Biblioteca Aventuras), y firmó un contrato con la Editorial Bruguera que le llevaría a producir alrededor de 2,600 novelitas de algo más de cien páginas. 

Para componerlas a veces se inspiró en el teatro clásico español del Siglo de Oro, sustituyendo los personajes del XVII por los arquetipos representativos del Oeste gringo; al que conoció cuando trabajó en Arizona.

Sus “novelitas” se hicieron muy populares como pasatiempo en España,  Hispanoamérica e incluso en Estados Unidos; donde la universidad de Texas las grabó para que los ciegos de origen hispano pudieran escucharlas. 

Estefanía, que realmente fue un hombre culto, cuidaba mucho la verosimilitud histórica, geográfica y botánica del Oeste norteamericano; para lograrlo recurría a tres libros en particular: una obra muy completa de historia de Estados Unidos, un atlas muy antiguo de este país, donde aparecían los pueblos de la época de la conquista del Oeste, y una guía telefónica estadounidense en la que encontraba los nombres de sus personajes, algunos representado luego en el cine por Clint Eastwood y otros.

El jinete consultó el dinero que le quedaba, antes de entrar en el pueblo. No llegaba a ocho dólares. Oprimió con sus rodillas al bruto que montaba, y éste siguió su camino sin prisa. Hacía más de dos meses que no encontraba el menor rastro que la persona que buscaba y que escapó de su lado sin decirle nada, cuando se había encariñado con él.

Las novelas se escribían y publicaban una por semana, algunas veces con seudónimos como Tony Spring y Arizona; entre otros. Alcanzaron reediciones continuas de 30,000 ejemplares.

 Desde 1958, sus dos hijos Francisco y Federico, comenzaron a colaborar con su padre en la escritura de sus novelas, llegando a escribirlas indistintamente bajo el nombre genérico del padre. Ahora su nieto Federico ha continuado su legado. Tan prolífica es la pluma familiar que, hasta la fecha —y aún bajo el sello editorial de Bruguera mexicana—, su obra de género western continúa en circulación a lo largo de América Latina y los Estados Unidos.


Habiendo publicado también varias novelas rosas con seudónimos de mujer, ya bastante mayor, el veterano escritor intentó publicar sin éxito una novela seria: "El maleficio de Toledo".


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—¡Cúbranse debajo de la mesa o escóndanse detrás del mostrador de la taberna! ¡Estamos en medio de un tremendo tiroteo a lo Marcial Lafuente! ¡Tan peligroso es esto, que voy a tener que pedir tiren inmediatamente el... Telón!

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