martes, 16 de febrero de 2010

Lo que me dijo Tomás Eloy Martínez





Nota: En un mundo donde casi todo se banaliza la brega intelectual, por lo escasa, es para nosotros más preciada que el oro, el diamante o el uranio enriquecido.
 Con el escritor Tony Raful sostengo una amistad interesada. Interesada en el cultivo del Pensamiento y sus diversidades.
Con esa amistad soy hasta un tanto egoísta. Me aterra que un día la trivialidad (Seguramente gorda, “postillas” en la cara, vestido abombachado, seguida de nubarrones) irrumpa con fingidas sonrisas, para contaminar esos espacios donde dejamos que todas las corrientes de la literatura tengan sus instantes.

No crean que soy paranoico. ¡No! Los escasos lugares donde podemos disfrutar de la cultura están expuestos a la malquerencia de los iletrados. La osada estupidez y la atrevida ignorancia sienten repulsión por todo aquello que no es prosaico, por lo que no es turbio, por lo que no apesta.

Este mismo blog, radicalmente cultural, fue jaqueado hace poco por la estulticia para dirimir frustraciones y mentiras. (Otra modalidad de acosadores que se resisten a entender que su "carnaval pasó".)

Pues resulta que Tony Raful publica hoy en el Listín Diario un artículo apasionante titulado: Lo que me dijo Tomás Eloy Martínez. El artículo de marras constituye, por forma y contenido, un verdadero ejercicio estético.

Sin su consentimiento (como debe ser) reproducimos el artículo de Raful para que todos  y todas saboreen las informaciones y la prosa de este exquisito poeta nuestro.
Lo que me dijo Tomás Eloy Martínez
Por Tony Raful 
 
El escritor argentino Tomás Eloy Martínez fue una de las personalidades invitadas a la celebración de la Feria Internacional del Libro, en abril del 2004. El reputado escritor no me conocía pero yo sí lo conocía, había leído con fruición sus novelas, había participado en debates sobre cada una de ellas, le había dado seguimiento a sus trabajos y declaraciones. Su novela, “El vuelo de la Reina” me pareció intensa y emocionante, con rasgos de novela policial, logrando mantener al lector en vilo desde la primera página hasta la última. Recuerdo que igual me sucedió cuando leí “El túnel” de Ernesto Sábato, aunque la temática era muy distinta. Su novela “Santa Evita” es un monumento histórico social que convierte el mito en una búsqueda de intereses en diversos planos narrativos, una especie de fresco de la sociedad argentina y las implicaciones de su muerte y su trasiego póstumo.
“La novela de Perón” fue por igual una expresión acabada de un proceso social donde los personajes caracterizan planos y actitudes que desbordan la condición humana. Su nombre está asociado a momentos altos de la narrativa latinoamericana, por el empleo de su escritura y por el manejo de los actores, por el dominio del lenguaje y por la precisión el fluido narrativo. Confieso que sentía una gran admiración por este escritor y llegué a obsequiarles algunas de sus obras a mis amigos.
El escritor latinoamericano requiere y demanda escenarios cautivos, públicos de lectores que hagan de la difusión de sus libros, tareas ingentes de debate y discusión sobre la valoración de los textos. En la medida en que las publicaciones privilegian literatura barata o de mal gusto, estamos despojando al lector del accionar crítico, del goce estético y de la calidad literaria. Vivimos tiempos de publicaciones masivas muchas de las cuales hacen hincapié en la llamada superación personal y en el cultivo de lecturas superficiales.
La desaparición de los grandes centros críticos ha creado un vacío en la estimación y valoración de la obra narrativa. Cuando Gabriel García Márquez obtuvo el reconocimiento colectivo por su obra magna, “Cien años de soledad”, una de las novelas más hermosas jamás escritas donde la magia de lo real maravilloso suplanta la realidad y se asume como realidad, un escritor excelente, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, que al igual que García Márquez, fue premio Nobel de Literatura, aunque García Márquez no lo era cuando Asturias sí lo era, roído por la envidia, dijo que la novela del colombiano era un plagio de “La búsqueda de lo absoluto” de Honorato de Balzac. Todo esto como reflejo de las miserias y las luchas entre escritores, las cuales no deben disminuir la admiración por sus obras, sino comprender la naturaleza humana y colocarnos por encima de esas bajezas que son consustanciales con el desigual equilibrio entre conciencia e instinto.
Vicente Huidobro, el poeta chileno, llegó a proclamar que el poeta era un pequeño Dios cuando creaba. La idea es excesiva y propia de los egos de los artistas. No hay dioses pequeños y ningún escritor por magnifico que sea puede ser nada parecido a Dios, porque las limitantes y la insuficiencia esencial de los seres humanos, dificultan cualquier asomo a sus poderes y la visión de eternidad que incorpora la idea de Dios en la creencia de la gente.
Los egos son proyectados en forma desmesurada por los artistas, pero también por otros seres humanos en distintas disciplinas del saber. Son sistemas de compensación sicológica ante su desnudez metafísica y la incertidumbre de su rumbo ontológico. En el mismo Chile durante décadas hubo una especie de guerra a muerte sin cuartel, entre el gran Pablo Neruda y Pablo de Rocka, este último un buen poeta. Se dijeron de todo, se desafiaron, se insultaron, y lo verdaderamente impresionante, era que los dos Pablo, eran comunistas, encono que sólo se extinguió con la desaparición de los bardos. Todo escritor vive de su fama, de las reseñas de sus obras, de los elogios, del reconocimiento a su categoría intelectual. Todo lo que entra en contradicción con esa majestad del tributo, por la vía de la competencia, le resulta ominoso. No es común oír hablar excelencias a un escritor sobre otro, al menos que sean miembros de una banda literaria de elogios mutuos.
Me tocó recibir y atender personalmente a Tomás Eloy Martínez. Yo era el Ministro de Cultura y él era mi invitado. Yo era para él un burócrata y él era para mí un semi Dios (con el permiso de Giovanni Cruz, cuyo titulo ostenta). Una noche le estuve hablando de cada una de sus obras, con detalles, observaciones, impresiones. Parecía un experto en ellas. Hablé con propiedad y de manera continua. Tomás me observaba atento, complacido, porque difícilmente había encontrado a alguien que le hablara de forma ininterrumpida y con tanta simpatía. Cuando concluí me dijo, que me quería confesar, que se había llevado una sorpresa conmigo, porque era el primer Ministro de Cultura que había conocido hasta entonces, que tuviera tantos conocimientos, fluidez verbal, dominio de la lengua, y que no respondiera al patrón clásico de los funcionarios de Estado que regenteaban la cultura como burócratas.
Al decirme todo aquello, le dije en tono de chiste, que si me autorizaba a publicar lo que había dicho de mí. Me respondió que no, que solamente él lo diría cuando yo me muriera. Le dije que las posibilidades eran que él muriera primero por un asunto de edad, y que mi ego no resistiría tanto tiempo. Entonces me dijo que la muerte era impredecible, que todos podemos morir en cualquier instante, pero que si él moría primero, estaba autorizado. Le dije finalmente que nadie me lo creería porque él estaría muerto para confirmarlo. Me dijo que no me preocupara, que todo estábamos muertos hace tiempo y no nos habíamos dado cuenta. Todavía ignoro la profundidad filosófica de su última frase.