jueves, 10 de marzo de 2011

¿Cómo escribir teatro?

 Muchos jóvenes con aspiraciones de convertirse en dramaturgos, algunos intelectuales y uno que otro diletantes ocasionalmente me piden consejos para escribir obras teatrales. Desde luego que los doy.

Ahora que ando muy activo en esa magnífica herramienta, cuando se usa bien, que es el Facebook y el Twitter, suelo recibir muchas solicitudes en el tenor que hablo hoy. Tantas que me he visto compelido, por falta de tiempo, a complacerlas colectivamente.

Generalmente parto para escribir teatro de lo que llamamos el Plan Maestro. Reflexiono durante largos días sobre el aspecto liberador que es el teatro (tanto para el espectador, como para mi y los personajes), sus principios y propósitos. Luego comienzo a escribir.
En estos momentos estoy en la fase final de una pieza teatral, de apenas dos personajes, que ha estado pendiente por luengos años. Digo esto porque un escritor como el suscrito, que ha estado varias veces casado y unas tantas divorciado, aunque se resista, terminará indefectiblemente escribiendo una obra sobre ese tema.
Por un prurito entendible me había negado a hacerlo. Siempre me asaltaba el temor de herir (algo que no haría ni con pétalos de espliegos) las sensibles epidermis de cualquiera de mis ex esposas.
Un dramaturgo crea inicialmente los personajes de sus piezas; pero luego estos manejan sus propios destinos. Por eso ellos nunca deben ser parte de la autobiografía del dramaturgo.
Prometo, eso sí, contar más adelante, sobre el proceso que sigo para construir mis piezas. Cuando concluya en la que trabajo ahora enviaré, para su lectura, la acostumbrada no-invitación (como la ha bautizado Henriette Weise) a todos los pasionarios y una invitación formal solamente a unos cuantos privilegiados.
Les dejo las excelentes premisas y reflexiones de Alfonso Plou.

Lo que mueve a uno a convertirse en dramaturgo no puede ser meramente la voluntad de llevarlo a cabo sino la apertura emocional que puede permitir que esa experiencia socio-personal se produzca. La escritura teatral (que está basada en la anagnórisis y en la catarsis y por tanto en la revelación de un conocimiento emocional por parte o a través del protagonista) debe de surgir con cierta espontaneidad de una experiencia social, ser deudora de ella, porque el papel del escritor no es poner su nombre detrás del título como signo de identidad sino ser el generador y trasmisor de una cadena de impulsos que lleve al pequeño-gran acto de arte colectivo que es siempre la representación teatral. Escribir teatro no es escribir de uno mismo sino de las relaciones con y entre los otros hasta que sean un nosotros. O escribimos con los demás o no escribamos teatro.
 
Y, llegados a este punto, lancemos ya ese listado de consejos a tener en cuenta si se quiere terminar siendo un dramaturgo de mayor o menor fortuna, pero de constancia contrastada con el uso escénico. Es un listado no muy estructurado, más filosófico que concreto, pero más práctico y menos místico de lo que a primera vista pueda parecer.
 
1.- Uno escribe lo que puede no lo que quiere.
Escribir teatro es describir la distancia que hay entre el deseo y la realidad; y esa misma distancia entre expectativas y concreciones se produce no sólo en la definición de la trama o la historia sino también entre la obra ideal que tenemos en la cabeza y la que finalmente escribimos. Pudiera parecer que estoy haciendo un canto al fracaso y a la frustración pero es también un canto a la sorpresa y la revelación. Tal vez la obra que tenemos como primera visión en la cabeza es más firme, pero seguro que es menos humana. Los personajes, las historias, la anagnórisis o la catarsis tienden a escribirse muchas veces por si mismas, imponiéndose a los apriorismos de escritor omnisciente y desvelando la levedad del ser humano, tanto de los personajes como del escritor que pretende atraparlos en una obra. Uno escribe lo que puede y debe hacer de esa renuncia al ideal el primer signo metafórico en la descripción del ser humano que encierra toda obra de teatro.
 
2.- La mejor versión de una obra de teatro es la que sube al escenario.
 
El teatro es arte colectivo, la literatura dramática puede serlo o no. Podemos dedicarnos al teatro como género y guardarlo en un cajón o verterlo meramente como material escrito en libros o lanzado en internet. Pero si queremos realmente ser autores de teatro debemos asumir y apreciar que el teatro es la suma de muchas voluntades y creatividades puestas en juego. Si no tratamos a nuestros co-creadores (actores, directores, técnicos, espectadores…) en pie de igualdad, y aceptamos que su proceso debe formar parte del nuestro, estamos no sólo condenados al fracaso sino privándonos de una de sus mayores virtudes: El teatro trata de la dimensión social del ser humano y por ello se confecciona socialmente, haciendo del proceso de co-escritura su esencia. Cada montaje conlleva un microcosmos que como nuestros textos acarrea todas las grandezas y miserias del grupo humano.
 
3.- Poner a Aristóteles sobre un pedestal para derribarlo luego.
 Todos los manuales prácticos de escritura teatral, todos los cursos y los consejos para aprender dramaturgia, incluidos los que ahora mismo estoy escribiendo están contenidos en uno: la Poética de Aristóteles. Mi primer consejo siempre para alguien que quiere escribir teatro es que se lea ese librito que es tan genial que incluye unas cuantas obviedades porque sus principios están en nuestro inconsciente colectivo desde tiempos remotos, pero que hay que leerlas para hacerlas conscientes. Su mandamiento básico es que una obra debe ser el desarrollo de una acción entera de cierta magnitud que determine al protagonista no por lo que dice ser sino por lo que hace y que le conduzca dicha acción a una cierta revelación.
 
En numerosas de mis obras no he respetado los principios aristotélicos, pero lo he hecho con plena conciencia de ello. Sabiendo que me rebelaba al hacerlo con la omnisciencia ética del autor y con la necesidad de todo ser humano de buscar un sentido a la existencia. Respondiendo por tanto con ello a las características de la sociedad, el arte y el hombre contemporáneo que han entrado, no sé si irremediablemente, en una crisis de conciencia global de consecuencias imprevisibles. Sabiendo que una parte del público y la crítica me iba a condenar por ello con su rechazo.
 
4.- No esforzarse en ser moderno. No se puede evitar.
 
Creo que una frase parecida se le atribuye a Dalí. Todos somos hijos de nuestra época por lo que respondemos a ella. Se trata, eso sí, de no impostar nuestra respuesta porque si tratamos de sumarnos a una moda (y no responde a una necesidad surgida en el proceso mismo de la escritura, de la búsqueda de la historia y del compromiso con nuestros personajes) estamos condenados al fracaso íntimo aunque seamos capaces de hacer pasar temporalmente un gato por una liebre.
 
Tampoco hay que esforzarse en ser un clásico. Las influencias son inevitables. La intertextualidad forma parte del proceso de escritura mismo. Al escribir teatro estamos no sólo rescribiendo toda la historia del teatro sino rescribiendo también el inconsciente colectivo. La originalidad de la historia, de los personajes y de las estructuras fabulares no forma parte del motor esencial en la escritura teatral. Ni Sófocles ni Shakespeare ni Brecht ni Lorca… se inventaron la gran mayoría de las historias o los personajes de sus obras; pero si consiguieron que en la profundidad de sus diálogos y de lo que allí acontecía descubriéramos una parte de la definición del ser humano que antes no había sido definida. Lo importante no es qué sucede sino cómo sucede lo que sucede.
 
5.- No esforzarse en hablar de uno mismo. Uno siempre lo hace.
 
En la escritura teatral uno no puede aparecer sino a través de la voz del otro y lo mejor es que el otro hable por si mismo y no con la voz de uno. Sin embargo, en esta otredad, como no podía ser de otra forma, uno se desliza constantemente. Al mayor dramaturgo de la historia, Shakespeare, se le niega la identidad constantemente y, en cierto sentido la mejor identidad del autor es la ausente. Trata a tus textos como si no fueran tuyos, como si los estuviera escribiendo otro, como si fueran anónimos. Es como ser el autor de canciones populares o de chistes, su éxito radica en que circulen no en que se conozca su autoría. Los productores y los directores suelen decir que el mejor autor es el autor muerto (allá ellos con los intereses espurios que ocultan en esta frase) pero, efectivamente, el escritor de teatro debe ser como el depositario de un manuscrito anónimo que no le pertenece.
 
En la poesía, y muchas veces en la novela, el yo es el eje a través del cual se escribe. En el teatro el eje es el otro. Naturalmente nosotros somos también ese otro y a través de la escritura teatral nos permitimos vivir ese otro que nos negamos a través del yo. Los actores entienden este proceso perfectamente. Saben que es la esencia de su trabajo. Pero los escritores a veces se niegan a aceptarlo. Puede que en la escritura dramática sea en uno de los pocos campos del arte donde el artista como personaje casi nunca está por encima del personaje de sus obras. Incluso hoy en día, cuando hay tantos artistas proclamando que su mejor obra artística son ellos mismos.
 
6.- Buscar al héroe en las esquinas de la historia.
El teatro sigue siendo un arte figurativo. Es decir, el teatro sigue teniendo al hombre como eje de su creación. No creo en un teatro abstracto, conceptual… deshumanizado. Pero la deshumanización del hombre contemporáneo debe ser tratada por el teatro. En todo caso, el teatro sigue escribiéndose a través de sus personajes. El protagonista de una obra de teatro sigue siendo en principio el héroe aristotélico, un ser ni demasiado alto ni demasiado bajo, capaz de cometer su error por ser demasiado humano y capaz de pagar por ello a lo largo de las diferentes peripecias hasta descubrir que el error no está en los demás sino en su propia naturaleza.
 
He escrito muchas de mis obras renunciando a este principio aristotélico. Ha sido también por considerar que el hombre contemporáneo es demasiado débil para sobrellevar el fatum. Mis héroes son, generalmente, personajes que tienen la posibilidad de ser héroes pero que renuncian a serlo porque renuncian a su destino. Hoy en día vivimos sin querer pagar la factura por vivir. A pesar de todo, hay que seguir buscando los héroes en las esquinas de la historia, que por lo menos hagan de esa renuncia un ejercicio de dignidad contra el destino.