lunes, 11 de julio de 2011

Lo mataron en la otra Guatemala…


Cuando leí hace unos días este artículo, acabado de crear, dos asuntos diferentes pasaron por mi cerebro. Primero: No hay nadie mejor para despedir un poeta que otro par. He leído brillantes artículos, ensayos, poemas y reflexiones de mi hermano Tony Raful. Esta entrega de hoy no tiene iguales. Admito que me tocó muy de cerca, en lo más profundo de eso que llamo complejos laberintos interiores.               Segundo: Recordé, también a propósito de Raful, una crítica suya a mi pieza teatral «Obsesión en el 507». En el párrafo final de su reflexión crítica Raful hablaba, con pesar, de lo que desencadenó la obsesión de los dos personajes principales de la pieza en cuestión: la muerte equivocada. En dicha obra las dos mujeres obsesivas asesinan por error, o mala interpretación, a Luis Homero Borges (¿Los ciegos Homero y Borges?).
Visto así, entonces, el crimen era peor aún. Pues ocurre que el de Facundo Cabral parece ser el caso. Más grande es el dolor.
Leamos el brillante artículo de Tony. Les autorizo al concluirlo ponerse de pies y aplaudirlo. Para mi con ser su amigo es un gran lujo el que me doy.


 Lo mataron en la otra Guatemala…
(A José Antonio y Giovanny, amigos de Facundo)
Tony Raful

La clara tribu del alba se llena de sonidos, de polvo luminoso molido  en los ojos de un águila, de una vasija de ágata y ámbar que se derrama en la piel de un leopardo; alondras y doncellas enmudecen cuando el cielo baja a la deriva en un desacierto homicida. Han matado al poeta. Al canta autor que  citaba en versos  sentencias de amor, que prefiguraba la vida  como un ensalmo de latido y plata, que aludía a los grandes de verdad, que esculpieron las utopías, que dijeron que había que dar hasta que doliera, que no eran de aquí ni de allá, a los que hablaban en sueños, a los que escalaban montañas para estar más cerca del misterio, a los que escribían partituras para que la belleza se repartiera entre todos, en óperas y conciertos.
Bajo el techo de Casa de Teatro en Santo Domingo una pareja de amantes aprieta sus manos enlazadas cuando José Antonio canta sin entender apenas una desventura, un oleaje gris, un amigo que se va. En Buenos Aires y en Montevideo, muchachas como lámparas de hermosura, que se pasean alegremente,  sienten los vidrios rotos y el estallido de una larga herida, es Facundo Cabral quien muere con su jerga de bosque y juglar. Borges, ya ido, ya próximo, que cantó, “Por el misterio de la rosa/ que prodiga color y no lo ve”, ahora recibe en una jaula de noche y lluvia a Facundo que lo admiraba, ahora juntos  fascinan el brillar purpúreo de un cometa. Ahora  se desgasta el tiempo cautivo y Facundo, sultán de la lengua, atiza el brasero del universo, su espejo infinito de vidas y mundos. 
Hay una Guatemala, donde la niña se murió de amor, como  dijo el gran José Martí; una Guatemala de los  presidentes Arévalo y Arbenz;  del Premio Nobel de Literatura, Miguel Ángel Asturias; una Guatemala de Otto René Castillo, el de “Vámonos Patria a caminar” por hondonadas y  abismos de miseria; la Guatemala de la Premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú; la de Ricardo Arjona; la que cedió generosa  sus pistas de aviación y sus fusiles para que saliera la expedición armada del 19 de junio de 1949, de Luperón,  a combatir a Trujillo; Guatemala, la del Quetzal, el ave intrépida que muere si la apresan; Guatemala, exótica y  bella, la de los volcanes,  húmeda y de vegetación exuberante.  Facundo Cabral murió asesinado en la otra Guatemala, en la de los verdugos y los sicarios, en la lóbrega estancia de los opresores, de los mafiosos, de los maras, de los desalmados.