Cuando leí hace unos días este artículo, acabado de crear, dos asuntos diferentes pasaron por mi cerebro. Primero: No hay nadie mejor para despedir un poeta que otro par. He leído brillantes artículos, ensayos, poemas y reflexiones de mi hermano Tony Raful. Esta entrega de hoy no tiene iguales. Admito que me tocó muy de cerca, en lo más profundo de eso que llamo complejos laberintos interiores. Segundo: Recordé, también a propósito de Raful, una crítica suya a mi pieza teatral «Obsesión en el 507». En el párrafo final de su reflexión crítica Raful hablaba, con pesar, de lo que desencadenó la obsesión de los dos personajes principales de la pieza en cuestión: la muerte equivocada. En dicha obra las dos mujeres obsesivas asesinan por error, o mala interpretación, a Luis Homero Borges (¿Los ciegos Homero y Borges?).
Visto así, entonces, el crimen era peor aún. Pues ocurre que el de Facundo Cabral parece ser el caso. Más grande es el dolor.
Leamos el brillante artículo de Tony. Les autorizo al concluirlo ponerse de pies y aplaudirlo. Para mi con ser su amigo es un gran lujo el que me doy.
Lo mataron en la otra Guatemala…
(A José Antonio y Giovanny, amigos de
Facundo)
Tony Raful
La clara tribu del alba se llena de
sonidos, de polvo luminoso molido en los
ojos de un águila, de una vasija de ágata y ámbar que se derrama en la piel de
un leopardo; alondras y doncellas enmudecen cuando el cielo baja a la deriva en
un desacierto homicida. Han matado al poeta. Al canta autor que citaba en versos sentencias de amor, que prefiguraba la
vida como un ensalmo de latido y plata,
que aludía a los grandes de verdad, que esculpieron las utopías, que dijeron
que había que dar hasta que doliera, que no eran de aquí ni de allá, a los que
hablaban en sueños, a los que escalaban montañas para estar más cerca del
misterio, a los que escribían partituras para que la belleza se repartiera
entre todos, en óperas y conciertos.
Bajo el techo de Casa de Teatro en
Santo Domingo una pareja de amantes aprieta sus manos enlazadas cuando José
Antonio canta sin entender apenas una desventura, un oleaje gris, un amigo que
se va. En Buenos Aires y en Montevideo, muchachas como lámparas de hermosura,
que se pasean alegremente, sienten los
vidrios rotos y el estallido de una larga herida, es Facundo Cabral quien muere
con su jerga de bosque y juglar. Borges, ya ido, ya próximo, que cantó, “Por el
misterio de la rosa/ que prodiga color y no lo ve”, ahora recibe en una jaula
de noche y lluvia a Facundo que lo admiraba, ahora juntos fascinan el brillar purpúreo de un cometa.
Ahora se desgasta el tiempo cautivo y Facundo,
sultán de la lengua, atiza el brasero del universo, su espejo infinito de vidas
y mundos.
Hay una Guatemala, donde la niña se murió
de amor, como dijo el gran José Martí; una Guatemala de los presidentes Arévalo y Arbenz; del Premio Nobel de Literatura, Miguel Ángel
Asturias; una Guatemala de Otto René Castillo, el de “Vámonos Patria a caminar”
por hondonadas y abismos de miseria; la Guatemala de la Premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú; la de Ricardo Arjona;
la que cedió generosa sus pistas de
aviación y sus fusiles para que saliera la expedición armada del 19 de junio de
1949, de Luperón, a combatir a Trujillo; Guatemala, la del Quetzal, el ave intrépida que muere si la apresan; Guatemala,
exótica y bella, la de los volcanes, húmeda y de vegetación exuberante. Facundo Cabral murió asesinado en la otra Guatemala, en la de los verdugos y los sicarios, en la lóbrega estancia de los
opresores, de los mafiosos, de los maras, de los desalmados.
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