Un niño abandonado por Dios
Por Giovanny Cruz Durán
No pocos se han afanado tratando de
demostrar que Albert Camus nunca fue exactamente un negador de Dios, que sólo
era... un ateo gracias a Dios. El
filósofo de filósofos Charles Moeler ha desarrollado una apasionante tesis
tratando de convencernos de que el ateísmo del, primero actor y luego escritor,
argelino Camus, no era más que una respuesta, un resabio, una inquina contra un
dios que había abandonado al niño Camus y a los suyos. Por supuesto que André
Gide y su silencio de Dios “envenenaron” al siempre honesto Camus son las semillas
de las dudas y la inconformidad: “Porque
la esperanza, contrario a lo que se cree, equivale a la resignación. Vivir no
es resignarse.”
La famosa Crisis de Calígula de Albert Camus, constituyó, probablemente, la
coronación de su ateísmo. Aquel joven intelectual, nacido justamente en el sol,
no podía entender una tuberculosis prematura que lo obligó a abrigarse justo en
el corazón del frío y le hizo ver de cerca la cara de la muerte. Su “Calígula”
entonces, nace de una angustia vivencial que obliga a Camus a tratar
desesperadamente de encontrar la verdadera razón de lo Imposible. Su “Calígula”
no es, pues, la anécdota trivial de un emperador cruel. Por supuesto que no. Su
“Calígula”, y el mismo personaje del emperador, es una búsqueda interior en la
que se trata de encontrar explicación a lo absurdo de la existencia humana. Y
el más absurdo todavía tránsito de la vida hacia la muerte. Calígula
tratará, aunque finalmente pague el precio, de encontrar explicación a lo Imposible: “Esta muerte no es nada, te
lo juro; no es más que el signo de una verdad que me hace necesario la luna. Es
una verdad muy sencilla y muy clara, un poco tonta quizás; pero difícil de
descubrir y pesada de llevar… Los hombres mueren y no son dichosos.”
Es probable que Camus fue para mí, en
momentos transcendentales, lo que Gide fue para él.
Mi padre, Modesto Cruz, fue un
contratista y constructor de carreteras, que para tales fines recorrió casi
todo el territorio nacional. La familia (mi madre, mis dos hermanos y yo)
teníamos que seguirlo en todas sus andanzas. Para mi padre no era siquiera
admisible alejarnos de su lado por demasiado tiempo. Sobre todo a mi que, como
he dicho en anteriores ocasiones, era un niño muy enfermizo. Tanto, que mis
padres nunca pensaron sobreviviría siempre a mis constantes enfermedades.
Para estar conmigo el mayor tiempo que su
dios les permitiría, mis padres me criaron prácticamente entre sus brazos. Como ya he dicho: era el foco de infección de cada lugar en el cual vivíamos. El paciente “O” de
todas las enfermedades virales. A los cinco año padecí de tricocéfalos en los
pulmones. A los seis, una pequeña llaga en una pierna casi me cubre el cuerpo
entero de gusanos. La viruela, la varicela, la neumonía, la bronconeumonía, la
gripe iniciaban conmigo en el pueblo en el cual me encontraba.
Para mi hermano mayor, Andrés, resulté un
carga demasiado pesada. Obligado a cuidarme, eran muy escasos sus amigos y
menos sus pasatiempos. Pero al menos tenía algunos. Mi hermano menor, Rafael
Modesto, tuvo pocas atenciones de mi madre, que debía esforzarse al máximo para
protegerme. Pero ellos, mis hermanos, podían jugar de vez en cuando. Yo nunca.
Las pocas veces que me dejaban hacerlo, terminaba siempre débil, con una herida
o afectado hasta por… “un mal aire”.
Mi madre siempre ha sido dada a la
lectura. Sobre todo a la lectura de los buenos poetas. Se jactaba al decir que
su abuelo había sido un poeta de bastante calidad en su tiempo. Entre mis habitaciones
con alcanfor (porque sufría de pecho apretado, por supuesto), los baños de
orine para bajar la fiebre, el cebo de Flandes, el mentol, las velas derretidas,
las tisanas, las pencas de sábila, los mil frasquitos de medicinas… veía a mi
madre leyendo al lado mío. Los libros se me hicieron familiares. Y me acerqué a
ellos. El excesivo plomo de las tintas de los libros de entonces no era
recomendable para mi salud; pero creo que mi familia, aceptando
finalmente el hecho de que moriría en cualquier momento, me dejaron ese placer
final.
Leí. Leí con avidez. Leí con fruición. El universo exterior que me fue
negado, de repente comenzó a penetrar en mi aposento. Dormía solo. Nadie podría
dormir conmigo sin infectarme.
Notaron que amanecía leyendo. Imagino que
dirían: Dejémoslo hacer… total.
Leí
libros que a mi edad jamás me lo hubiesen permitido si no hubiera sido un
muerto en vida. Jan Valtin, Gide, Vargas Vila, Camus, Tolstoi,
Darío; entre otros, se convirtieron en
mis dioses necesarios. El otro, el de Israel, me había cruelmente abandonado.
En venganza, lo abandoné yo a él. Ana Karenina no se sentó a esperar la muerte
frente al tren. ¡No! Ella corrió a encontrarla. En su gesto entendí el desafío.
Eso hice yo a Dios. Su crueldad conmigo iba a tener consecuencias. Y a los diez
años, antes de morir definitivamente, lo estaba negando argumental y absolutamente.
Mi madre siempre ha sido una fervorosa
creyente. No obstante, para sorpresa de todo el mundo, aceptó mi ateísmo. Ya
saben la razón… “Giovy morirá cualquier
día de estos...” Pero nunca lo hice, que yo sepa.
Viviendo en Nagua, mi padre se convierte
en uno de los líderes fundadores del PRD y amigo de Juan Bosch. Mi madre era
del 14 de Junio y amiga de Manolo Tavares Justo. Cuando derrocan a Bosch, mi
padre, que era Capataz General de Obras Públicas, cae en desgracia. Por un giro
del destino que todavía no comprendo, mis padres pasan a ser fundadores del
Partido Reformista. Yo, con unos 12 años, me declaro… Comunista.
¡Ateo y comunista! A pesar de mis enfermedades
eso era demasiado para que me fuese tolerado. Dos chancletazos y una reclusión
en la habitación pretendían disuadirme. No ocurrió. Dios y yo éramos enemigos irreconciliables.
Ser ateo y comunista era como expulsarlo dos veces de mi vida.
Aunque parezca extraño, mis padres me
tenían estudiando en el colegio de las monjas del Perpetuo Socorro. Las clases
de religión las impartía la misma directora del colegio, sor Janin Brison. Las
discusiones teóricas entre ella y yo eran apoteósicas. Desde luego que una adoctrinada
más que convencida sor Janin, no podía discutir con un hijo de Gide, Camus y
Vargas Vila. Un día la monja no pudo más. Recurrieron a un sacerdote de la
capital que luego adquiriría fama como milagrero: Emiliano Tardiff. Él tenía
cultura. Podíamos hablar casi entre iguales. Pero una tarde me dio definitivamente
por perdido y se cansó de intentar hacerme formar parte del rebaño. “Padre, Dios no es razonable. Soy un Ser
racional. Es imposible que acepte a un despiadado Creador que nunca ha logrado entrar en el universo de la Razón”. Tardiff me miró alarmado, luego con pena y
nunca más volví a ver su cara frente a mi.
Han pasado muchos años. Mi rencor con
Dios ha bajado de intensidad. Pero aún no hemos logrado reconciliarnos del
todo. Lo más que he podido llegar respecto a él, es a aceptar un orden matemático
en la creación del universo, que sería muy difícil explicarlo sin alguien escribiendo
números detrás de esto.
Si embargo, no creo que este “matemático”
tenga la perfección que le han indilgado. No. Ha estado perennemente en
evolución. Nosotros somos partículas de su propia sustancia. Entonces, somos
parte de sus afanes para lograr una anhelada perfección. Eso explicaría hasta
su ira infinita. La sufrí en carne viva. Pero eso sí… caminé hacia ella como
Ana Karenina y no morí, quizás sólo para fastidiarlo.
Por lo menos ahora me inclino a admitir
que Dios y yo podríamos haber estado viajando entre universos paralelos. Nada
más eso.
¿Estará Dios arrepentido por todo lo que
me hizo…?
¡Telón!