viernes, 20 de julio de 2012

Sobre el uso de la tilde en español

Sobre el uso de la tilde en español

Hace unos días escribimos, en Facebook, sobre las antiguas tildes del adverbio Solo y los demostrativos Este, Esta, Ese; etcétera. También citamos, en otro espacio, el uso de otras tildes (ejemplo: guion) que ha sido suspendido en nuestro digno idioma.
Esto provocó un gran número de comentarios, mensajes y llamadas. Hasta una que otra protesta en contra de los titulares de la Real Academia de la Lengua (RAE) nos fueron manifestadas. Algunas de las protestas llegaron citando las madres de los académicos de marras.
El suscrito entiende que los estudiosos de nuestra RAE están corrigiendo, con acierto, distorsiones que se mantuvieron vigentes en nuestras reglas gramaticales por más tiempo de lo prudente. Además, hacen un decidido aporte para la agilización y actualización de nuestro complicado Lenguaje
Ciertamente el Español es el gran idioma de la Literatura; empero, presenta dificultades y complejidades, como son la conjugación de algunos verbos y el caso de las tildes; entre otras.
Respaldamos estas acciones de la RAE y otras que vendrán, porque creemos entender tanto sus razones como sus propósitos.
¡No debemos resistirnos a los cambios por el simple hecho de mantener vigente nuestra antigua formación! ¡Por supuesto que no!
Reproducimos un fragmento del asunto que nos ocupa que, creemos, explica muy bien el caso y sus motivaciones. En dicho fragmento aún se deja entrever como opcional el uso de las tildes (que es tanto femenina como masculino) que nos ocupan; no obstante, en este momento ya no lo es.

Eliminación de la tilde diacrítica en el adverbio solo y los pronombres demostrativos incluso en casos de posible ambigüedad
  La palabra solo, tanto cuando es adverbio y equivale a solamente (Solo llevaba un par de monedas en el bolsillo) como cuando es adjetivo (No me gusta estar solo), así como los demostrativos este, ese y aquel, con sus femeninos y plurales, funcionen como pronombres (Este es tonto; Quiero aquella) o como determinantes (aquellos tipos, la chica esa), no deben llevar tilde según las reglas generales de acentuación, bien por tratarse de palabras llanas terminadas en vocal o en -s, bien, en el caso de aquel, por ser aguda y acabar en consonante distinta de n o s.

  Aun así, las reglas ortográficas anteriores prescribían el uso de tilde diacrítica en el adverbio solo y los pronombres demostrativos para distinguirlos, respectivamente, del adjetivo solo y de los determinantes demostrativos, cuando en un mismo enunciado eran posibles ambas interpretaciones y podían producirse casos de ambigüedad, como en los ejemplos siguientes: Trabaja sólo los domingos [= ‘trabaja solamente los domingos’], para evitar su confusión con Trabaja solo los domingos [= ‘trabaja sin compañía los domingos’]; o ¿Por qué compraron aquéllos libros usados? (aquéllos es el sujeto de la oración), frente a ¿Por qué compraron aquellos libros usados? (el sujeto de esta oración no está expreso y aquellos acompaña al sustantivo libros).

  Sin embargo, ese empleo tradicional de la tilde en el adverbio solo y los pronombres demostrativos no cumple el requisito fundamental que justifica el uso de la tilde diacrítica, que es el de oponer palabras tónicas o acentuadas a palabras átonas o inacentuadas formalmente idénticas, ya que tanto solo como los demostrativos son siempre palabras tónicas en cualquiera de sus funciones. Por eso, a partir de ahora se podrá prescindir de la tilde en estas formas incluso en casos de ambigüedad. La recomendación general es, pues, no tildar nunca estas palabras.

  Las posibles ambigüedades pueden resolverse casi siempre por el propio contexto comunicativo (lingüístico o extralingüístico), en función del cual solo suele ser admisible una de las dos opciones interpretativas. Los casos reales en los que se produce una ambigüedad que el contexto comunicativo no es capaz de despejar son raros y rebuscados, y siempre pueden evitarse por otros medios, como el empleo de sinónimos (solamente o únicamente, en el caso del adverbio solo), una puntuación adecuada, la inclusión de algún elemento que impida el doble sentido o un cambio en el orden de palabras que fuerce una única interpretación.

Repetimos que: 
¡No debemos resistirnos a los cambios por el simple hecho de mantener vigente nuestra antigua formación! ¡Por supuesto que no!


sábado, 14 de julio de 2012

La oralidad en los cuentos de Giovanny Cruz


13 Julio 2012, 10:14 PM
La oralidad  en los cuentos de Giovanny Cruz
Escrito por: JOSÉ ENRIQUE GARCÍA



Nota: José Enrique García Poeta (narrador y ensayista) es considerado una de las voces poéticas fundamentales de la lírica dominicana contemporánea. Realizó un doctorado en Filología Hispánica en la Universidad Complutense de Madrid. En 2000 obtuvo el Premio Nacional de Poesía y en 2001 el Premio Nacional de Novela. En ese mismo año obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil por la obra  Un pueblo llamado pan y otros cuentos infantiles. En este mismo año, Alfaguara publicó su novela  Una vez un hombre, que constituye la primera novela dominicana publicada en el país por esta editorial. Actualmente es miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua.
Les presento (confieso que un tanto sonrojado) este trabajo que José Enrique García ha publicado en el matutino Hoy sobre mi libro de cuentos.

Con el título “Los cuentos del Otro”, Alfaguara  publica  en 2011  un conjunto de narraciones de Giovanny Cruz Durán. El título nos remite de inmediato a la literatura fantástica, lo que se reafirma en el primer texto, que opera como prólogo, rasgo que retoma en la nota epilogar, y nada más. Pues ocurre que este Otro opera como apertura o anuncio de uno de los  atributos más acentuado del libro: la oralidad. Condición, a nuestro entender, y que la tradición confirma, en indispensable tanto del contar como del narrar. “-Coleguita, siéntese en su mecedora, tome sus dos sorbos de vino, guarde silencio, no interrumpa y escuche hasta el final una buena historia o leyenda, según se prefiera”
Ese Otro es el otro, no el Tzvetan Todorov, sino el del origen; el de  la tradición que arranca con el contar de los caminantes que se pasan historias para aligerar pasos y disimular distancias (Chaucer, “Cuentos de Canterbury” de Geoffrey Chaucer, escrita en el sigloXIV) y para constatar la actitud narrativa que se desparrama de forma similar en distintas latitudes del mundo (“La morfología del cuento” de Vladimir Propp, 1928) Y ese otro, también se justifica al procurar la fundación, en este caso, mediante un tejido expresivo, de ese otro, que es una comarca, un espacio, una ciudad: Nagua. Ciudad levantada sobre uno de los elementos naturales que posee mayor energía primigenia: el agua: “Cuando uno es jovencito en Nagua es común que fabriquemos cayucos con troncos de matas de plátanos, amarrados con tiras sacadas de los mismos troncos, para pasar por ellas por los muchos riachuelos y cañadas que cruzan la ciudad.
En embarcaciones de este tipo navegué y pesqué cientos de veces en los 10 años que viví en el lugar. Algunas veces, tentando el peligro, desde las aguas de los ríos nos introducíamos en el mar”.
Y este rasgo distintivo, la oralidad, tiene su primer asiento en el punto de vista narrativo: la primera persona. El yo, en cierta manera, confesional, el narrador lo presencia en cada una de las piezas. De modo que estamos frente a un acto de conciencia narrativa por parte de Cruz: “Confieso que en mi caso existía un poco intencionalidad; tratando de escuchar a los mayores, porque sus cuentos me parecían fascinantes, había aprendido a volverme invisible. Precisamente una noche de verano, temprano aún, escuché a mi padre y a un trío de sus amigos, Armando Lazala, un tal Cotico y un simpático presumido que se hacía llamar El Búcaro, hablar sobre un suceso apasionante y muy escabroso.”
Y sobre esa oralidad explicitada se tejen los cuentos. Es notorio, además, que las historias son legadas, pasada de una voz a otra, y lo que hace el autor, partiendo de su misma memoria, es empujarlas, pasárselas al otro – de ahí que lector se adentra rápidamente en ellas y las vuelve suyas.
Y aquí encontramos una razón de mucho vigor en el libro: retoma una enseñanza de la tradición universal: todo relato, no importa la condición o el carácter del asunto que sirve de soporte, asumir el ángulo de la oralidad garantiza la fluidez, en primera instancia, del texto y la construcción integra del mismo. Y es lo que se verifica en cuentos en los que la mitología de un pueblo, la muy lejana y la que se va construyendo con el hacer en ese específico ámbito, de hombres, mujeres, niños, ancianos, y de los mismos elementos naturales: agua, tierra, árboles, animales…  
Pero algo más, esta oralidad en estos textos, no opera sólo como procedimiento narrativo, sino que se hace substancia del narrar mismo: "Varios años más tarde, cuando esos formidables archivos que llamamos neuronas reagruparon todas las informaciones para precisar el recuerdo, sí capté la esencia de la historia, aunque me pregunté esa vez si efectivamente era creíble y confiable el relato del viejo España o si se trataba simplemente de un tema que introdujo en mi cerebro como regalo literario, pues meses antes de contármela me preguntó que iba a ser yo cuando creciera”. 
Y esa substancia se muestra en forma de cuentos, leyendas, tradiciones, narraciones, por las que andan el mundo concreto de una ciudad y el imaginario de un niño, ya adolescente, luego adulto, reunidos en un momento de la vida para contarse sus propias historias, las de uno, las del otro y de las de los otros, en ese Otro que es Geovany en memoria y ficción. Y el libro recoge pormenores epocales que contextualizan las historias e imprimen ese soporte de lo acontecido en esa etapa de la vida juvenil, hay un ámbito unificador y un tiempo. Hechos y matices que quedan impreso en nosotros y con el transcurrir en lugar de borrarse adquieren relieves, fuerzas en la memoria, y nostalgia en el cuerpo entero. Historias, para no demorar el juicio, agradables a la lectura, donde el  humor también encuentra asiento, con valores expresivos tocables.
Y no se trata de un Macondo- como suele acudirse cuando se está ante una obra  narrativa cuyo espacio se circunscribe a un ámbito de esta naturaleza - sino de una recuperación  de un espacio dominicano articulado a sus más ancestrales raíces, y se trata, igualmente, de la recreación ficcional de una ciudad singular: Nagua, ciudad que su misma morfología arahuaca la conduce a uno de sus elementos constitutivo: el agua. La Nagua de leyendas y tradiciones, la Nagua de las décadas de los cincuenta vista en retrospectiva por los ojos de un niño que se multiplica en sí mismo y, más que nada, la Nagua que funda el pulso narrativo de Giovanny Cruz.

miércoles, 11 de julio de 2012

El silencio, el destierro y la astucia de Samuel Beckett


El silencio, el destierro y la astucia de Samuel Beckett
Pablo E. Chacón


Nuestro colega, amigo y colaborador Carlos Castro nos envió este genial trabajo del escritor y periodista Pablo E. Chacón con una nota imperativa: No dejes de publicar este artículo. Por supuesto que habría de publicarlo. 

De Pablo E. Chacón encontramos que nació en Mar del Plata en 1960. Es redactor de la sección de cultura de la agencia oficial de noticias Télam y corresponsal de la agencia de noticias alemana DPA. Colaboró en los suplementos culturales de los diarios Clarín, La Nación y Página/12 y en revistas, como Diario de poesía y Trespuntos.

Como James Joyce, Samuel Beckett salió de su Irlanda natal hacia París con poco más de veinte años. Llegó en 1928 luego de graduarse en filología moderna en el Trinity College de Dublín y aceptar un puesto como lector de inglés en la Ecole Normale Superieure. Jamás se reconoció británico, siempre irlandés. Sus constantes idas y vueltas del continente a la isla, al parecer no cambiaron una posición “pesimista”, “nihilista” que es uno de los lugares comunes que se repiten sobre sus textos y hasta sobre su figura, la de un pájaro solitario que mucho después se supo escondía rasgos de generosidad poco comunes.

París fue su norte: conoció a André Breton, Philippe Jaccotet, Louis Aragon, Philippe Soupault, Paul Eluard, etcétera: la vanguardia que había tomado el cielo por asalto pero que sin embargo nunca lo distrajo de sus lecturas de las Escrituras, la filosofía, Dante, Giordano Bruno, Vico y Marcel Proust. Frecuentó, por intermedio de su amigo Tom McGreevy, el círculo aúlico de James Joyce, y publicó algunos poemas y un ensayo. Contratado por el Trinity College en 1930; intentó dar clases pero renunció enseguida: lo suyo no era la pedagogía ni el papel de hijo pródigo. En Londres se editó su ensayo sobre Marcel Proust, que nunca fue traducido al francés. Dublín lo deprimía, a pesar de la excelente relación que tenía con su padre. De vuelta a París, tradujo, escribió, leyó, siempre cerca de Joyce y de una prima con la que en Alemania tuvo sus primeros escarceos amorosos. Pero Beckett, a pesar de su éxito con las mujeres, no lograba levantar cabeza. Viajó por Europa, visitó museos, rastreó paisajes, cultivó los bajos fondos, siguió leyendo, inventando un nombre y un espacio para un mundo que lo tenía pero al que deseaba dejar innombrable, en ocasiones acompañado por el artista plástico Alberto Giacometti (“los dos eran aves nocturnas y adictos a las caminatas”, escribe Cronin), en otras solo. Disimulaba su desprecio por el surrealismo y estudiaba filosofía, sin saber con precisión qué es lo que quería decir, pero sin dudar que en la estela del autor del “Ulises”, las convenciones genéricas (y hasta la sintaxis) habían estallado para siempre. En ese punto, podría reconocerse un rasgo del estilo de Beckett: la obstinación, la persistencia, un fraseo enunciado por múltiples voces, sin cuerpo, pura voz sin “personaje”, sin idea de “personaje”, excepto algunos señores algo craquellé, a la manera de Chaplin o Buster Keaton, como clowns reconvertidos a la espera del dios muerto de Nietzsche, operando por sustracción de hábitos, de lenguajes, de sentido, de palabras, casi hasta llegar a la letra. Pero esto, después. Antes, Beckett hizo otro viaje a Dublín para saludar a sus padres y a su hermano Frank y entonces las cosas dieron un vuelco definitivo.

La muerte de su padre, en junio de 1933, desestructuró al escritor. “Sam quería mucho a su padre, y nos habló varias veces, de manera pausada, sobre los largos paseos que daban juntos (…) Nos habló de la época en que siendo un muchacho, su padre le enseñó a nadar. Para aprender, Sam tuvo que tirarse al frío mar desde las rocas de Sandycove. Su padre le había dicho, desde abajo, agarrándole las manos: ‘Salta, confía en mí’. Y él, asustado y todo, saltó, pero aún recordaba la altura y el miedo que había pasado, y remedaba el modo en que su padre le había dicho, ‘Salta, confía en mí’”, cuenta Anne Atik en “Como Fue. Recuerdos de Samuel Beckett” (Circe). El sorpresivo deceso de William Beckett enfrentó al hijo menor con May, su madre, católica ferviente, que a pedido suyo, le pidió a Beckett la acompañara a un viaje a la costa irlandesa. El escritor cayó en una depresión con ataques de angustia continuos, insomnio, dolores en el pecho y si lograba pegar un ojo, pesadillas. A la vuelta, y antes de liquidar la herencia, May accedió a que Sam consultara a un especialista en Londres. Así, el 24 de enero de 1934, en la clínica Tavistock, Beckett conoció a Wilfred Rupert Bion.

Escribe Jacques Lacan sobre el británico: “(le brillaba) tras el monóculo una resplandeciente llama que se movía al ritmo de una palabra que ardía por adherirse una vez más a la acción, al hombre, mientras con una sonrisa echaba hacia atrás su rojiza cabellera, cortada al rape, y con gusto recordaba cómo había completado su experiencia de analista al tratar a hombres probados en el fuego de octubre de 1917 en San Petersburgo”. (“La psiquiatría inglesa y la guerra”, 1947).

Bion, pionero del trabajo con grupos, recibe a un Beckett acosado por cantidad de síntomas: quistes, erupciones cutáneas, ansiedad, gripes, orzuelos, dolores auriculares. “Se despertaba en medio de la noche bañado en sudor, presa de palpitaciones, incapaz de respirar y vencer el ciego pánico que lo sofocaba”. El futuro Nobel sólo podía dormir si su hermano se quedaba junto a él. Finalmente, la familia decidió el traslado a Londres, y sufragar el tratamiento, que sólo duró dos años. Bion lo recibía tres veces por semana, concentrado en “la fuente de su agresividad narcisista y sus episodios depresivos”.

La interrupción, decidida por el escritor (contra la opinión del analista), con todo, había sido relativamente eficaz: Beckett dejó de padecer neurosis de angustia e insomnio, erupciones y pánico. Y podría decirse que el tránsito por ese infierno acaso le haya dado una primera hipótesis para pensar la literatura después de Joyce. En esos años, el irlandés escribió poesía, esbozó relatos y estudió pintura e idiomas. En Dublín, para unas navidades, su madre insistía con su futuro, y su hermano le reprochó los gastos del análisis. En Londres, Beckett pretendió apurar una solución a sus problemas pero Bion se negó a atender esa demanda. Después de suspender su análisis, el escritor empezó a tocar el piano, retornaron los golpes de angustia y empezó a escribir una novela, “Murphy”.

Años después, Beckett dijo que conocer a Suzanne Deschevaux-Dumesnil, seis años mayor que él, resultó decisivo. “Ella me convirtió en un hombre. Ella me salvó”. En París, instalado definitivamente, el escritor parecía no pasarla bien, bebía en exceso, frecuentaba putas, no trabajaba, escribía poco, una noche fue apuñalado por un proxeneta.

En una carta a McGreevy dice que era infeliz “consciente, intencionalmente, con lo cual me fui aislando cada vez más, emprendí cada vez menos tareas, me fui dejando llevar por un crescendo de desconexiones tanto de los demás como de mí mismo (…) En las fiestas y en las borracheras y en las bromas y en la pereza y en el sentimiento de ser demasiado bueno para cualquier otra cosa. Con un miedo muy concreto de agravio fui a ver a Geoffrey y luego a Bion para enterarme de que ‘ese miedo y agravio concretos’ eran los síntomas menos importantes de una enfermedad que había empezado en una época de la ‘prehistoria’ de la que no guardo recuerdo, una burbuja en un charco, y los famosos comentarios que atesoraba por ser indicativos de la superioridad formaban parte de la misma patología”.

Esperando a Godot
Beckett sabe sin saber que el efecto retroactivo de un análisis conoce un límite, una pared vacía, una memoria que no es un recuerdo porque el lenguaje no articula el mundo que el escritor empieza a articular con “Murphy”, pero que desplegará, en ese orden de sustracción que también lo singulariza (y aleja) del Joyce del “Finnegan’s Wake” (Lacan entenderá ese texto como una suplencia, por adición, de una psicosis que no se desencadena), al punto que la trilogía, “Molloy”, “Malone muere” y “El innombrable”, compuestas en menos de cinco años, expulsan a su autor de la neurosis obsesiva paralizante y a continuación su pieza teatral, “Esperando a Godot”, lo convierte en una celebridad: ¿en la escritura está la cura? Si se entiende la cura no en un sentido terapéutico sino existencial, heideggeriano, probablemente para Beckett hubo algo de eso.

El paso por el que puede resolver el enigma de la escritura (fuera de modas y figuraciones) es una suerte de empuje al silencio que al contrario de Joyce, resulta imprescindible para acceder, por la vía de la sustracción, como se dijo, a un real donde el semblante de acceso es la humorada, la angustia de la humorada y el silencio de la angustia, ese silencio que arma con el sujeto una especie de fantasma, muerte imaginaria que habrá de acompañar a cualquiera hasta donde sea, si es que existe algún lugar, o si es que existe la posibilidad de atravesar el terrorismo cartesiano que reduce el ser a su identidad o al rumiar de una voz que sólo nombra el fundamento incognoscible del mundo.

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sábado, 7 de julio de 2012

Areytos



Hace unos cuantos días que no publico nada mío en esta La pasión Cultural. No he podido hacerlo porque estoy trabajando en varios proyectos escriturales que atrapan cada espacio de tiempo del que dispongo. Tanto, que quisiera poder colocarle unas cuantas horas al día.

Uno de esos proyectos se titula: “Areytos: cantos sagrados del cielo y la tierra” 
Se trata de un conjunto de poemas, escritos en español pero salpicados con términos taínos, a los que situó entre la epopeya y la ternura, los cuales construyo con la cacica Anacaona en primera persona.

Anacaona, primera mujer juzgada, condenada y ahorcada en el Nuevo Mundo; era una delicada poeta oral de Haití (La Hispaniola). Los primeros cronistas del Nuevo Mundo resaltan su extraordinaria belleza y sus grandes dotes de poeta oral. Los areytos (muchos de los cuales duraban varios días) eran cantos sagrados que los habitantes de las islas caribeñas dedicaban a sus bondadosos y dadores dioses.

Pues resulta que la cacica Anacaona, cuyo nombre en taíno (Flor de Oro) entrañaba en si mismo poesía, era la mejor creadora de los areytos. Por eso coloco esta tierna y justiciera epopeya en su digna voz.
 
Presento esta obra poética, de episodios y mitos taínos, como un sentido homenaje a esa raza exterminada, a sus nobles caciques, a sus guamas, nitahinos, naborias, dioses y, sobre todo, a la hermosa e inteligente Anacaona; una reina indígena que hizo lo indecible para salvar a su pueblo y para preservar su Cultura. Como no pudo hacerlo, prefirió irse a reunir con su gente, que la esperaba impaciente, en las cavernas Coibai.

El libro en cuestión, que será ilustrado por el artista e investigador histórico Cristian Martínez, cuenta con nueve areytos. Para avanzarles un poco del asunto, les presento el fragmento del I y el VII completo. Leánlo y después, si gustan, me cuentan su experiencia.

Areyto I: 
 
...la historia contada por la flor y el oro


¿Acaso es el tiempo un camino pedregoso
que recorre, presuroso, la pequeña Vida
hacia su hermana mayor... la Muerte?

...y primero fue Lucuo...

Voy a robar palabras a unos difuntos
y a los vivos un poco de su tiempo.
Para hablar voluntariamente he regresado,
sobre asuntos de la Vida... y de la Muerte.

Casi todos los pueblos emergen de la noche
y sin saber.
Los taínos, en cambio, venimos con la ciencia,
con el fuego y por el Güey
               luz eterna de todos nuestros días—
caminando alegres hacia las cortes tureyguá
que es otra forma de nombrar la Vida.
Lucuo, el solitario, 
fue el primero por el mundo en caminar
y hacerse viejo sin ningún contemporáneo.
Pero un día, casi de noche, llegaron cuatro hombres,
seguro adelantándose a una fila.
Esos hombres que siguieron al Primero,
salidos de su singular ombligo, fueron:
            Racumón, padre de todas las estrellas;
            Savacú, el hacedor de las lluvias;
           Achinao, amo absoluto de los vientos
           y Coromo, soplador de tempestades.
Cuando Lucuo se fue para siempre a la Caverna
dejó en su jardín maíz, ñame y la yuca,
que hasta acabarse en nuestro mundo fueron
únicos alimentos de los hombres;
los que hambre padecieron al no saber
cómo el jardín del Primero cultivar...


Areyto VII:
...para despedir un cacique hijo del trueno

Se hizo nuestro después de ser ciguayo,
vino cubierto de misterios y remando una canoa,
llegó a Maguana para enseñar a hacer la guerra.
Nadie fue más fuerte que este hombre
hablando o en los esfuerzos realizados.
Pronunciaba las palabras repitiendo al trueno,
aunque yo sabía que era un dulce manicato.
Al pasar muchas Nonún fue cacique en la Maguana
y se hizo amar de la hermana de Bohechío,
que al este morir a ella hicieron cacica de Xaragua.
Caonabo fue el primero, como un rayo,
que dijo —¡No!— al arijuna.
Fue el primero, también, en quemar a un español
                                              —un tal Escobedo—,
que había violado el territorio de su reino
y a una de sus mujeres en la Yaguana.
Fue el primero en encender la casa grande
que el arijuna llamaba La Natividad.
Combatió sin miedo y siempre sin engaños.
Derrotarlo en combates nunca pudieron.
Para hacerlo usaron una de sus tretas
cuando aceptó hacer la paz con Guamiquina.
El cacique arijuna sintió miedo
de medirse frente a frente a Caonabo,
por eso fue Ojeda quien el acuerdo realizó.
Convencieron al caciquede de entrar a La Isabela 
sin sus intrépidos guazábaras
y colocaron en sus brazos una prenda que dijeron
nada más acostumbraban a usar otros iguales.
                           —¡Qué tontos resultamos ser!—
Eran fuertes grilletes de los que nunca
pudo el poderoso cacique liberarse.
Celebraron su captura haciendo una fiesta
y lo encerraron en el caney de Guamiquina.
Cuando este fue donde el cacique,
sentado con sus grilletes en el suelo,
Caonabo no quiso ni mirarlo;
sin embargo, al Ojeda
el cacique con respeto si le habló.
Dijo que ese honor a los valiente se le otorga,
lo que era Ojeda al ir a Niti a procurarlo
aún vestido con mentiras y de engaños.
Intentaron llevar al cacique a tierras lejanas,
donde viven grandes jefes arijunas.
Al valiente Caonabo, entonces,
amarraron de palos para el viaje;
pero no pudieron evitar que en el trayecto
el trueno de Maguana invocara 
a tres de nuestros dioses poderosos :
                              ¡Macocael, Dios vigilante y sin párpados;
                             Guabonito, que habitas en medio de la bagua;
                             Coromo, hijo de Lucuo, Señor de tempestades;
                             no permitan que llegue yo a la tierra arijuna!
                            ¡Desaten sus furias contra este bohío flotador!
                           ¡Destrúyanlo y húndanlo en aguas intranquilas!
                           ¡Prefiero morir ahora que vivir sin mis honores!
                         ¡Prefiero morir ahora que vivir sin mis amores!
No pudo el dios arijuna contener la ira lanzada
por los dioses que el cacique convocara;
su barco de madera y de algodón,
y todo lo que sobre él se transportaba,
fue tragado de un bocado por los vientos 
con furia por los dioses desatados
y por las saladas aguas sublevadas.

La bagua ha sido desde entonces
la tumba del recio cacique,
que vino a esta isla siendo otro distinto
para convertirse aquí en uno de los nuestros,
para aquí conquistar, con otras mañas,
el delicado amor de esta cacica.

                               ¡Bravo y tierno cacique de Maguana,
                                me hubiera gustado despedirte
                               con los cantos y los honores merecidos:
                                                              corona de oro y rojas plumas en tu cabeza,
                                                              una guiza de saborey con una joya en la nacán,
                                                              en tu pecho vigorozo el mejor de tus guanines;
                                                              improvisar, amorosa, mis mejores areytos,
                                                             sentarte con tus armas dentro de la tierra...
                                                             y acompañarte!
                              ¡Caonabó, nanichi y esposo mío,
                              nos convocó al amor un lazo invisible y misterioso
                              que aunque se siente no se puede explicar;
                              era un rito entre los dos maravilloso y ardiente,
                              para el que nunca fue suficiente nuestro tiempo! 
 
¡El final de los vivos está sobre la ciba,
o sobre la tierra,
menos el tuyo que quisiste volverte mabuya,
en el fondo del gran río que los dioses hicieron
con sus lágrimas sagradas de agua y sal.
Al saberte entre los muertos lamenté no haber podido
cerrarte los ojos con mis manos
besarte con ternura en la cimú,
como tanto lo hubiéramos querido!
¡Por eso dejé llorar al corazón 
muchas, muchas, Nonún después!

¡Duerme tranquilo, no le grites a nadie donde estás;
un día, que se acerca presuroso, 
seremos uno y dos en el Turey!