martes, 22 de septiembre de 2015

Giovanni, ¡demiurgo en expansión! (por Tony Raful)

Nota: Cuando pude concluir, interrumpido varias veces por el rubor, esta crítica en el Listín Diario del escritor Tony Raful (Premio Nacional de Literatura); pasé del rubor a un profundo y absoluto sonrojo. Sin todavía poder asimilar sus juicios y considaraciones sobre "Siete flores en el bar", agradecido, me permito compartir con ustedes la crítica del poeta Raful.

G.C.

http://www.listindiario.com/puntos-de-vista/2015/09/22/389078/giovanni-demiurgo-en-expansion



Tony Raful


El teatro es una realización de personajes, ellos urden la historia y la expresan sobre el escenario.  No es el tema exactamente, el que define la calidad de una representación, sino la asunción de los actores y actrices del tiempo  vital. Viviendo el mundo interior, el desgarramiento existencial, trocan en comunicación afectiva, en identificación la agonía, la multiplicidad trasmutante de los rostros, la impostora plasticidad de la actuación. La narración cuenta pero no basta. Debe llegar al espectador, para que éste se apodere de los diversos costados imaginativos de su propia percepción.
En “Siete flores en el bar”, el incendio de un teatro y su tragedia, ocurrido hace bastante tiempo, el lapso destinista, la continuidad de un augurio,  es un pretexto para afrontar dos puntos cardinales del proceso creador del montaje en escena. Cuatro actrices que no actúan en tiempo presente, sino en ciclo ido a destiempo, son vivencias atemporales, no tiene conciencia incesante sino en el plano subjetivo de sus indigencias, que llevan a bordo después de la muerte física. Todo el diálogo es pura afectación. Todos fingen pero todos están aferrados a sus egos, a sus pequeñas conquistas, a sus normas y a sus vaivenes morales. No pueden percatarse de que nadie las oye, de que nadie las ve. En el telar oscuro donde proclaman sus pertenencias afables y tormentosas, ya no son sino espectros, calamitosas imágenes en vía de extinción.

Las actrices actúan y des actúan, se devoran a sí mismas, en algún momento parecen danzar en un círculo tozudo, pero pernoctan en su obstinada oscuridad, y es cuando las hermanas vengadoras, salidas del agujero negro fantasmagórico del escribiente del libreto, conducen el tormentoso final de la obra, donde todo bulle y detona, arrastrando al auditorio, a un encendido y voraz reconocimiento de calidad y  valor de nuestro dramaturgo, Giovanni Cruz.

Lo que en principio parece una temática cautiva de superficialidades y majaderías, se convierte en un drama de profunda dimensión existencial, las carcajadas y el uso excesivo en algunos de los personajes de un lenguaje insuficiente y vulgar, no tardó en volcarse en angustia, misterio, sonido ululante, que impacta en el público.  Ardides y recursos de escena que contribuyen a su éxito en la evaluación final de la obra. Con las actuaciones de Zoila Luna (Violeta), Judith Rodríguez (Azucena), Karoline Becker (Margarita) y Carolina Félix (Rosa), en un recital de confesiones urticantes, algunas de ellas parecen perderse dentro del propio personaje, haciendo reiterativo el discurso, pero resisten el tiempo interno de la obra, logran  engarzar su discurrir anónimo con el intenso clima fantasmal que los espectadores van identificando como cambio de terreno, en viaje tormentoso a lo desconocido.
En “Siete Flores en el bar” la actuación de Mario Lebrón es excelente, con poco parlamento y con un dominio absoluto de su papel asignado, confirma su profesionalidad y calidad teatral. Xavier Ortiz, el camarero, por igual, aunque en algunos momentos luce acartonado, un poco rígido, lo cual contraría el rol usual de su papel como servidor del bar en penumbras.

El asunto capital de toda obra de teatro es el discurrir, la capacidad imaginativa del dramaturgo para ajustar sus deliberadas acechanzas temáticas. No hubo vacío en la obra, desde que arribaron las hermanas vengadoras, el curso de la misma  tomó acomodo, en medio del humo filtrante, del suspenso que se apoderó de la sala. Y es que los fantasmas yugularon la obra en un gris telar de sonidos y luces. Todos somos un poco duendes, seremos mañana  fantasmas, son parientes próximos en el ordenamiento misterioso de los fenómenos.

Los fantasmas  son saltarines, retozan, brincan, ahuyentan las locuras establecidas, remozan el desquiciamiento. Giovanni es el gran titiritero, mueve los personajes como muñecos que parlan al borde del abismo de su almas, pero todo es como la vida misma indefinida, imprecisa en sus deliberaciones, tajantes en la muerte. Para Giovanni que creó esa realidad paralela, todo es tentativa y trapisonda de atrapar la energía que fluye desde el incendio a la sala hipnotizada, desde la casona museográfica del pasado a la memoria teatral. Hiere los tiempos, ese invento datado de la historia. El dramaturgo corretea con la imaginación, la hace parir en plena sala de espectadores. Yo no sé si es  magia o truculencia visual, pero nos envuelve en su alegoría, trueca el quejido lastimero en campo de infinitas posibilidades, juega  en campo prohibido, y nos devuelve en un abrir y cerrar de ojos un universo de almas en transición, que todo lo vuelca y lo recupera para el placer estético de la obra.
En definitiva, el maestro Giovanni Cruz, nos entregó una muestra de Teatro funcional, en capacidad crítica de asumir los desafíos del arte en las tablas, sin hacer concesiones graciosas, fortaleciendo nuestra tradición teatral. Porque de eso se trata, de hacer buen teatro como un despojo ritual, como un aquelarre de exhumación para tantas obras de mal gusto, de tanto vodevil insustancial, que bajo una cortina de patrocinios corrompe el buen gusto y la calidad de discernir. Giovanni es uno de nuestros mejores dramaturgos, con una condición trasmutante impresionante, un  demiurgo en expansión, el semidiós del teatro dominicano, erguido en su profesionalidad y en su inventiva de cuentista y narrador.

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