Master Class o
lecciones sobre la importancia de estar vivos
Por Mónica Volonteri
Cecilia García en "Master Class" |
Porque, indudablemente,
para cantar hace falta mucho más que una bonita voz y para vivir
mucho más que un cuerpo libre de grasas y un alma libre de pecados,
de lo que se desprende que, para cantar y para vivir, hace falta
estar vivo. Esto parece una especie de jueguito lógico existencial
y, en realidad, no deja de serlo, porque, ¿qué otra cosa es
escribir sobre una pieza de teatro, si no es jugar? Jugar con las
mismas palabras que jugaron con los pensamientos del autor, con los
sentimientos y el cuerpo de los actores y actrices, con la razón del
productor y la angustia del director. No obstante, estar vivos no es
un juego, ni es tan sencillo como parece, si acordamos que, para
estarlo, no es suficiente tener un cuerpo y un alma, ambos en
cualquiera de los estados imaginables.
También, puedo decir que
para hacer un comentario con pretensiones críticas de una pieza de
teatro no es suficiente con ver el espectáculo, sentarse a escribir
y decir grandilocuencias semánticas contextualizadas en clave de
Patris Pavis o Peter Brook o quien suene mejor. No, hace falta sobre
todo y ante todo estar viva. Creo que de eso se trata la puesta en
escena de Carlos Espinal y la actuación de Cecilia Gracia, de
hacernos constatar de manera certera que estamos vivos mientras
hacemos de cuenta que somos otros como lo hacía María Callas,
aunque ella tenía un detalle que le complicaba las cosas aún más:
estar viva mientras se hace de cuenta que se es otra, cantando.
Dolly García y Cecilia García en "Master Class" |
Honestamente, lo que más
me complació de la obra no fue el texto, no fue la propuesta del
montaje, no fueron las actuaciones, no fueron las voces entrenadas y
acertadas de los tres jóvenes, no fueron los diaporamas, no fueron
las luces, no fue nada de eso. Fue simplemente el hecho de sentirme
otra, de no ser ni tan siquiera espectadora, pero tampoco
identificarme con el personaje, no, para nada. Fue una especie de no
ser nadie, de no ser yo pero tampoco otra y, paradójicamente, sentir
fluir la potencia de la vida. Ni tan siquiera mi potente aparataje
ideológico pudo sacarme de ese ensueño, era como cuando uno va a
Disney con los muchachos y entra en la magia, en el embrujo. Claro
está que Disney no tiene nada que ver con la propuesta de Master
Class de Carlos Espinal, simplemente comparo
el estado, la sensación de salirse de uno mismo, sin ser
necesariamente otro.
Cuando a mí me pasan
estas cosas, además de disfrutarlas y agradecer, comienzo a
preguntarme por qué pasó lo que pasó, qué elementos se
conjugaron, si el texto, las actuaciones, las luces, en fin el
tinglado del teatro. Sin duda vuelvo a ser yo, y mi parte racional
debe trabajar para dar cuenta de ese efecto de ficción que produjo
ese efecto en la percepción. Lo primero que hago es comprobar las
percepciones del público, nunca lo hago con preguntas directas, más
bien observo y escucho.
Un momento dramático de Cecilia García en "Master Class" |
En el caso particular del
montaje que nos ocupa, reconozco una especie de fuerza vital que
irrumpe en los escenarios de Europa a principios del siglo XX y se
materializa en el método de Stanislavski. Todos los montajes, tanto
de teatro como de ópera, comenzaban a sentirse falsos. Los cantantes
se paraban en el escenario disfrazados y cantaban magníficamente
bien, pero no construían el personaje a partir de las emociones, no
le daban vida. En el teatro pasaba lo mismo con la declamación: un
buen actor era el que decía bien un texto pero nunca veíamos al
personaje. En síntesis, no había vida, ni tan siquiera esa vida de
ficción que sintetiza tan bien Pessoa al decir que “el poeta es un
fingidor, finge tan completamente que llega a fingir que es dolor el
dolor que de verdad siente”. No se trataba de que el actor o
cantante de ópera se convirtieran en los personajes, sino de que le
pusieran sentimientos, aunque viniesen de otro lado, de un recuerdo
de infancia o de un fracaso amoroso. A esto, Stanislavski lo llamó
memoria emotiva.
Terrance McNally |
Es, sin duda, María
Callas una de las que sintió esta necesidad de darles vida a sus
personajes, de incorporar ese pathos que trasmitiera la corriente
vital, el origen de esa tragedia que fue perdiendo el espíritu de la
música a medida que dejaba el rito y se encerraba en los castillos,
en los teatros… Es por esta razón que el texto de Terrance McNally
se centra en la clase de interpretación y no en la de canto. Ese
acierto del dramaturgo trasciende a lo biográfico, vale decir, a
contarnos sus últimos días en Nueva York. Es más bien una
pathobiografía, la
historia de las pasiones de una intérprete que fue dándoles cuerpo
con grasa y alma con pecados a los personajes de las óperas a través
del uso de su voz. No resulta extraño que perdiera su voz, como
tampoco es extraño que la gente vaya envejeciendo a medida que vive.
Cuando hay vida en cualquiera de sus formas, hay pasión, hay
desgaste.
Carlos Espinal |
Sin embargo, esto no sería
suficiente si el director, en este caso Carlos Espinal, no se dejase
contagiar por el espíritu de las pasiones de la vida y, sin duda,
Carlos lo estuvo. Cada una de las acciones dramáticas que se
sucedieron en el escenario estaban vivas, eran genuinamente actuadas
o colocadas con la carga de emociones suficiente como para quedar
vivas. Desde las luces, la escenografía, los colores, el vestuario,
todo funcionaba en clave de vida, mucho más allá de una mera
convención de verosimilitud.
Entonces, cuando leí en
los medios que Cecilia García era María Callas en el escenario, me
sonreí, porque, de verdad, yo no conocí a María Callas en su vida
privada, no la vi dando clases, y tampoco creo que sea necesario. La
maestría de la actriz es hacernos creer que vemos a María Callas,
aunque nunca la hayamos visto ni en fotos. Nadie decía que María
Callas era Norma, nadie conocía a Norma. Norma cobraba vida por el
pathos que le imprimía la intérprete. Así sucede con María
Callas, ella nace, se convierte en un ser vivo gracias a la
generosidad de Cecilia García, quien pone todos sus instrumentos más
íntimos: cuerpo, voz, espíritu y pathos para darle vida a la idea,
a la palabra, al recuerdo. La actriz se convierte en un demiurgo que
opera el milagro de transmutar la energía de las pasiones de la vida
que surge en la necesidad de María Callas de estar viva sobre el
escenario.
Dante Cucurullo, Carolina Camacho, Cecilia García y Giovanny Cruz |
Esto que acabo de
describir sucede pocas veces, pero, cuando sucede, las lecciones
trascienden a una clase, a una puesta en escena o a una película.
Las lecciones producen un efecto catártico tan inmenso que el
espectador deja de ser el espectador para ser contagiado por el
espíritu de las pasiones de la vida y comprende la importancia de
estar vivo. Luego, una vez fuera del embrujo, recurrimos a Bretch,
tomamos distancia y comprendemos que este montaje puede estar la
altura de Broadway, sin duda por su factura, profesionalidad y
cuidado de los detalles. Pero también comprendemos que no cualquier
espectáculo de Broadway puede estar a la altura de nuestra Master
Class. Solo nosotros sabemos la importancia
de estar vivos, resistiendo, haciendo arte y haciendo crítica, a
pesar de todo lo que ya sabemos.
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