viernes, 16 de septiembre de 2011

La crítica de Mónica Volonteri


Master Class o lecciones sobre la importancia de estar vivos
Por Mónica Volonteri

Cecilia García en "Master Class"
Porque, indudablemente, para cantar hace falta mucho más que una bonita voz y para vivir mucho más que un cuerpo libre de grasas y un alma libre de pecados, de lo que se desprende que, para cantar y para vivir, hace falta estar vivo. Esto parece una especie de jueguito lógico existencial y, en realidad, no deja de serlo, porque, ¿qué otra cosa es escribir sobre una pieza de teatro, si no es jugar? Jugar con las mismas palabras que jugaron con los pensamientos del autor, con los sentimientos y el cuerpo de los actores y actrices, con la razón del productor y la angustia del director. No obstante, estar vivos no es un juego, ni es tan sencillo como parece, si acordamos que, para estarlo, no es suficiente tener un cuerpo y un alma, ambos en cualquiera de los estados imaginables.



También, puedo decir que para hacer un comentario con pretensiones críticas de una pieza de teatro no es suficiente con ver el espectáculo, sentarse a escribir y decir grandilocuencias semánticas contextualizadas en clave de Patris Pavis o Peter Brook o quien suene mejor. No, hace falta sobre todo y ante todo estar viva. Creo que de eso se trata la puesta en escena de Carlos Espinal y la actuación de Cecilia Gracia, de hacernos constatar de manera certera que estamos vivos mientras hacemos de cuenta que somos otros como lo hacía María Callas, aunque ella tenía un detalle que le complicaba las cosas aún más: estar viva mientras se hace de cuenta que se es otra, cantando. 

 

Dolly García y Cecilia García en "Master Class"
Honestamente, lo que más me complació de la obra no fue el texto, no fue la propuesta del montaje, no fueron las actuaciones, no fueron las voces entrenadas y acertadas de los tres jóvenes, no fueron los diaporamas, no fueron las luces, no fue nada de eso. Fue simplemente el hecho de sentirme otra, de no ser ni tan siquiera espectadora, pero tampoco identificarme con el personaje, no, para nada. Fue una especie de no ser nadie, de no ser yo pero tampoco otra y, paradójicamente, sentir fluir la potencia de la vida. Ni tan siquiera mi potente aparataje ideológico pudo sacarme de ese ensueño, era como cuando uno va a Disney con los muchachos y entra en la magia, en el embrujo. Claro está que Disney no tiene nada que ver con la propuesta de Master Class de Carlos Espinal, simplemente comparo el estado, la sensación de salirse de uno mismo, sin ser necesariamente otro.



Cuando a mí me pasan estas cosas, además de disfrutarlas y agradecer, comienzo a preguntarme por qué pasó lo que pasó, qué elementos se conjugaron, si el texto, las actuaciones, las luces, en fin el tinglado del teatro. Sin duda vuelvo a ser yo, y mi parte racional debe trabajar para dar cuenta de ese efecto de ficción que produjo ese efecto en la percepción. Lo primero que hago es comprobar las percepciones del público, nunca lo hago con preguntas directas, más bien observo y escucho.

Un momento dramático de Cecilia García en "Master Class"
En el caso particular del montaje que nos ocupa, reconozco una especie de fuerza vital que irrumpe en los escenarios de Europa a principios del siglo XX y se materializa en el método de Stanislavski. Todos los montajes, tanto de teatro como de ópera, comenzaban a sentirse falsos. Los cantantes se paraban en el escenario disfrazados y cantaban magníficamente bien, pero no construían el personaje a partir de las emociones, no le daban vida. En el teatro pasaba lo mismo con la declamación: un buen actor era el que decía bien un texto pero nunca veíamos al personaje. En síntesis, no había vida, ni tan siquiera esa vida de ficción que sintetiza tan bien Pessoa al decir que “el poeta es un fingidor, finge tan completamente que llega a fingir que es dolor el dolor que de verdad siente”. No se trataba de que el actor o cantante de ópera se convirtieran en los personajes, sino de que le pusieran sentimientos, aunque viniesen de otro lado, de un recuerdo de infancia o de un fracaso amoroso. A esto, Stanislavski lo llamó memoria emotiva. 
 
Terrance McNally
Es, sin duda, María Callas una de las que sintió esta necesidad de darles vida a sus personajes, de incorporar ese pathos que trasmitiera la corriente vital, el origen de esa tragedia que fue perdiendo el espíritu de la música a medida que dejaba el rito y se encerraba en los castillos, en los teatros… Es por esta razón que el texto de Terrance McNally se centra en la clase de interpretación y no en la de canto. Ese acierto del dramaturgo trasciende a lo biográfico, vale decir, a contarnos sus últimos días en Nueva York. Es más bien una pathobiografía, la historia de las pasiones de una intérprete que fue dándoles cuerpo con grasa y alma con pecados a los personajes de las óperas a través del uso de su voz. No resulta extraño que perdiera su voz, como tampoco es extraño que la gente vaya envejeciendo a medida que vive. Cuando hay vida en cualquiera de sus formas, hay pasión, hay desgaste. 
 
Carlos Espinal
Sin embargo, esto no sería suficiente si el director, en este caso Carlos Espinal, no se dejase contagiar por el espíritu de las pasiones de la vida y, sin duda, Carlos lo estuvo. Cada una de las acciones dramáticas que se sucedieron en el escenario estaban vivas, eran genuinamente actuadas o colocadas con la carga de emociones suficiente como para quedar vivas. Desde las luces, la escenografía, los colores, el vestuario, todo funcionaba en clave de vida, mucho más allá de una mera convención de verosimilitud.



Entonces, cuando leí en los medios que Cecilia García era María Callas en el escenario, me sonreí, porque, de verdad, yo no conocí a María Callas en su vida privada, no la vi dando clases, y tampoco creo que sea necesario. La maestría de la actriz es hacernos creer que vemos a María Callas, aunque nunca la hayamos visto ni en fotos. Nadie decía que María Callas era Norma, nadie conocía a Norma. Norma cobraba vida por el pathos que le imprimía la intérprete. Así sucede con María Callas, ella nace, se convierte en un ser vivo gracias a la generosidad de Cecilia García, quien pone todos sus instrumentos más íntimos: cuerpo, voz, espíritu y pathos para darle vida a la idea, a la palabra, al recuerdo. La actriz se convierte en un demiurgo que opera el milagro de transmutar la energía de las pasiones de la vida que surge en la necesidad de María Callas de estar viva sobre el escenario.

Dante Cucurullo, Carolina Camacho, Cecilia García y Giovanny Cruz

Esto que acabo de describir sucede pocas veces, pero, cuando sucede, las lecciones trascienden a una clase, a una puesta en escena o a una película. Las lecciones producen un efecto catártico tan inmenso que el espectador deja de ser el espectador para ser contagiado por el espíritu de las pasiones de la vida y comprende la importancia de estar vivo. Luego, una vez fuera del embrujo, recurrimos a Bretch, tomamos distancia y comprendemos que este montaje puede estar la altura de Broadway, sin duda por su factura, profesionalidad y cuidado de los detalles. Pero también comprendemos que no cualquier espectáculo de Broadway puede estar a la altura de nuestra Master Class. Solo nosotros sabemos la importancia de estar vivos, resistiendo, haciendo arte y haciendo crítica, a pesar de todo lo que ya sabemos.

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