lunes, 4 de enero de 2010

La verdad transparente





Nota: Mario Lebrón me acaba de enviar el link de un artículo ("La verdad transparente"; de José María Ridao) que acaba de publicar el periódico español El País. Lebrón ha hecho muy bien en -¡por fin!- cumplir con sus obligaciones de investigador contratado de Pasión Cultural. Ya era hora. Para que algún ladrón informático no se robe la idea, nos apresuramos en publicar dicho artículo que se presenta con una novedad. ¡Disfrútenlo! Es parte de lo que está ocurriendo en todo el mundo al cumplirse 50 años de la muerte de Albert Camus. ¡El admirado y amado Albert Camus!
G.C.

l.
Ante los asombrados lectores de El primer hombre aparecía desnudo por primera vez, sin las máscaras de la ficción o las deliberadas opacidades del ensayo, un mundo de fascinante belleza y, a la vez, de aterradora miseria, que no era otro que el mundo argelino en el que Albert Camus pasó su infancia y primera juventud. El escritor que recibiría el premio Nobel en 1957 y al que poco después darían la espalda quienes ingenuamente había considerado sus iguales, sin advertir desde una desarmante humildad que su calidad humana e intelectual era infinitamente superior a la de ellos, describe con la ternura de la que sólo son capaces quienes deciden celebrar la vida por encima de todas las adversidades a una madre vestida de negro y analfabeta, sin otra diversión cuando regresa de su trabajo de doméstica que contemplar en silencio la calle desde un balcón. Describe, además, al maestro que creyó en él y lo libró de abandonar la escuela para buscar un salario de huérfano que aliviara las imperiosas necesidades de una casa donde lo único que había eran elementales virtudes humanas, como respeto y amor. Describe, en fin, el momento en que visita por primera vez la remota tumba del padre, caído como poilu en la guerra del 14, y descubre con un estremecimiento de asombro que él, el hijo, es ahora mucho mayor que el padre cuando murió y cuya imagen casi adolescente apenas consigue recordar: sus sentimientos filiales quedan de pronto desplazados por un incontenible torrente de compasión hacia una vida joven truncada, y la historia se le aparece como un monstruo mitológico que sacrifica en la fatuidad de su fuego seres humildes y anónimos.
Era desde este mundo, desde esta experiencia íntima descrita en El primer hombre,desde donde Camus siempre había hablado. Las polémicas muchas veces maliciosas en torno a alguna de sus tomas de posición, como aquélla en la que, refiriéndose a Argelia, aseguró que entre la justicia y su madre, escogería a su madre, cesaron de inmediato. Y no porque se reconociese por fin que Camus no se equivocaba, sino porque, gracias a las páginas absorbentes, conmovedoras de El primer hombre, se descubría que el dilema era, en efecto, un dilema. La justicia a la que Camus se refería era, sin duda, la justicia; pero también la madre era la madre, no un recurso estilístico para subrayar el contraste entre los términos abstractos y concretos. La bruma de sospecha, e incluso de desprecio, que envolvía su obra desde el anatema lanzado contra ella por Sartre y su corte de Les temps modernes comenzó a disiparse. Camus podía no ser un intelectual con sólidas bases académicas, según le acusaron, pero tuvo razón frente a sus contradictores bien pertrechados de títulos y posiciones universitarias. Tuvo razón, por descontado, al condenar el abyecto papel que la izquierda intelectual asignaba a la violencia revolucionaria. Pero también al ser uno de los pocos escritores que, junto a Günther Anders y Karl Jaspers, condenó las bombas de Hiroshima y Nagasaki. O al negarse a establecer identidad alguna entre Alemania y el nazismo, interpretando el desenlace de la guerra como una victoria, no de unos países sobre otros, sino de los hombres y mujeres de cualquier nacionalidad comprometidos con la libertad sobre quienes abrazaron la causa del totalitarismo. O al defender desde la dirección de Combat la necesidad de que quienes dirigen o escriben en los periódicos arrostren con orgullo, incluso con soberbia, las consecuencias de su independencia frente al poder.
Hoy, a los 50 años de la muerte de Camus, las tornas han cambiado, y son sus contradictores en vida quienes han perdido el reconocimiento. No a causa de un anatema equivalente al que lanzaron contra el autor de El hombre rebelde, sino de la verdad transparente a la que siempre se mantuvo fiel Albert Camus.

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