Una
modernidad sesgada
Carlos Andújar
La modernidad una vez mencionada, nos remonta
indudablemente a la fase inicial de la sociedad burguesa como paradigma
conductor del proyecto social. Basado en la ciencia y la tecnología como
instrumentos y la inteligencia como arma orientadora, la modernidad se propuso
superar las deficiencias del antiguo modelo medieval y alcanzar logros
ostensibles en el plano material, social y económico, como parte de sus
propósitos iniciales ligados a la llamada Revolución Industrial de finales del
siglo XVII.
Transcurridos tres siglos y comenzando el
cuarto siglo, la utopía burguesa se tambalea en el logro de sus objetivos
primarios y las carencias de todo tipo, limitaciones materiales, atrasos tecnológicos
y científicos, marginalidad social y económica arropa las dos terceras partes
del mundo, cuestionando el impacto que ha tenido el modelo sobre el conjunto de
la población mundial, no necesariamente sobre las comunidades beneficiadas de
tales fines, en este caso los llamados países industrializados.
El sesgo viene por el hecho poco analizado de
que en sus orígenes el paradigma encerró profundas contradicciones propias al
sistema o modelo político de dominación, el capitalista y este cáncer de origen
habría de ser en cualquier momento, su propia negación.
Con ello no negamos los alcances y logros ni
de la ciencia, como tampoco de la tecnología, pero es indudable que las
desigualdades están a nuestra vista. No se trata de aceptar que modernidad como
paradigma implicaba el desarrollo y progreso de algunos en detrimento de otros,
no fue de eso que se habló, o de poner la ciencia y la tecnología al servicio
del poder y del capital. Una utopía cuando se formula supone un proyecto
colectivo, un sueño generacional que envuelve en igualdad de posibilidades, a
todos sin distinción aunque entendemos las asimetrías y oportunidades que la
historia encuentra a determinados grupos en relación a otros.
Precisamente es ese el nudo gordiano que
cuestiona los resultados hoy de la modernidad si partimos del enunciado que
como paradigma la modernidad se trazó, objetivos de alcances que una vez puesta
en marcha atacaría como blanco, no en una región del mundo, ni en un país, sino
en todos los rincones del planeta. ¿Qué tenemos? un mundo profundamente
desigual, sectores y grupos que se han aprovechado del paradigma en detrimento
de grandes contingentes poblacionales y un modelo de desarrollo injusto e
inhumano.
La transferencia de tecnología a los países
pobres es un mito, los organismos internacionales de regulación de la vida económica,
laboral, migratorio y otros son un fiasco que responden al final a los
intereses de los grupos y países poderosos, los préstamos para el ¨desarrollo¨,
son verdaderos enredos que muchas veces no contribuyen mas que a enriquecer la
clase política intermediaria, con pleno conocimiento de los jerarcas y tecnócratas
de estos organismos, cómplices muchas veces de esta perversidad.
Pero mas grave resulta saber que son poderosos
grupos económicos que juegan y disponen de la economía mundial como si fuera la
suya propia, priorizando temas, sectores y áreas de la economía en un punto del
mundo determinado, como las tasas de interés para facilitar los préstamos,
atando las políticas de desarrollo de los países pobres a los focos de atención
y acumulación capitalista de estos grandes capitales trasnacionales.
Es la modernidad hoy un fiasco porque la clase
política la secuestró, convirtiéndola en parte del discurso demagógico de
control de los pueblos y sedante para atenuar la incapacidad de llevar a sus sociedades
por senderos transparentes, efectivos y beneficiosos de un desarrollo y
progreso, no solo con rostro resultados evidentes, sino con equidad y democráticamente
distributivo.
En ese carro se ha montado la teoría política
de todas las ideologías encontrándose el mundo actual en una profunda
encrucijada que por el momento presenta pocas opciones de salidas. Muchos se
escudan en esta ausencia de alternativas para dar riendas sueltas a sus
apetencias y embriaguez por el poder y la riqueza sembrando aun mayor
desesperanza en los pueblos, atomizados por una especie de anomia social que
estalla con furia cuando la tuerca es insensiblemente apretada por quienes
conducen los procesos sociales y sus pueblos, véase los recientes
acontecimientos acaecidos en el mundo árabe, Europa y otras partes del mundo.
Modernidad, cada vez que la oigo en cualquier
esfera de la actividad social, me produce una ojeriza. Es mucho lo que ha instrumentalizado el
postulado, es mucho el abuso que se ha hecho de sus implicaciones. No obstante,
y que valga la aclaración, ni me opongo a los cambios, muchos menos al
progreso, ni tampoco al avance de la ciencia y la tecnología o los desafíos del
porvenir, por el contrario, eso cumple una función en la compleja mentalidad
humana de avanzar y dejar atrás su estado animal, de esa manera las inequidades
son la resultantes de los contrastes sociales y su secuela de contradicciones.
De algo debe servir el pensamiento crítico a la humanidad. No podemos dejar
pasar las cosas sin cuestionar por qué suceden y a quién beneficia.
Una teoría social tiene la lapidaria censura
de que no es un ejercicio para alimentar el ego intelectual de quienes la
conciben, sino que su apropiación colectiva la transforma en revolucionaria y
social, dejando atrás el o los promotores para serlo de un colectivo. Esa
fuerza termodinámica hace que su enunciado irradie a mucha gente, creando una
sinergia positiva siempre poniendo acento en el bienestar social, obviamente
que existen teorías igualmente, que ponen acento en grupos sociales reducidos,
para justificar las inequidades sociales con argumentos.
La cultura en este mundo de abstracciones
racionales es un contrapeso, un contrapunto entre lo tendencialmente material y
lo espiritual o sublimemente e interior de la naturaleza humana, por lo que el
trabajo cultural, el esfuerzo intelectual, será siempre una necesidad en el importante
equilibrio del ser.
Hablar pues de modernidad en sociedades
ataviadas aun a necesidades primarias de finales del siglo XIX, es una burla a
la inteligencia de los pueblos. Es cierto que el inmediatismo en que nos ata la
vida cotidiana, imposibilita la sumersión en debates teóricos, sin embargo, es
evidente que no es el camino para alcanzar el desarrollo y el progreso por el
que nos conducen nuestros grupos dominantes. Aliados, grupos económicos, clase política
y poder factico, trillamos un sendero resbaladizo en que hasta los propios
esfuerzos de construir ensayos democráticos socialmente validados, se ponen en
peligro.
Separar modernidad como propósito de bienestar
pleno del discurso, es un favor que nos haría la clase política, en el
entendido que modernidad es mas que una obra de infraestructura, es sobre todo,
una pieza del rompecabezas casi siempre en la dirección de impactar en todos
los agentes comprometidos para dinamizar la economía y la vida social de un país.
No es moderna una obra divorciada del conjunto
del desarrollo o cuyo costo o retorno de capital, implique un sacrificio social
y un contrasentido.
Tampoco es modernidad, atender obras
grandilocuentes en detrimento de aquellas pertinentes en el ordenamiento y la
consolidación de necesidades básicas como salud, educación, servicios, empleo,
electricidad y agua potable, símbolos exterminados a finales del siglo XIX en
la mayoría de las sociedades tomadas hoy como modelo de desarrollo en el mundo
y blancos tradicionales de la modernidad, cuyos procesos en un momento
determinado entendieron, que desarrollo y progreso pasaba primero por resolver
esas urgentes prioridades de la mayoría social, y entonces continuar la marcha
hacia el desarrollo pleno.-
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