Tony Raful
Lo que somos, lo que fuimos, intermitentemente fugaces como luminosidad circundante, terrón de pesares y aerolitos veloces sobre el techo galáctico, no alcanza todavía con suficiente argamasa a sepultar cuitas y cantos ceremoniales, ese barro que llueve en la isla todavía, como llovizna del alma cautiva, ese dador de tiempo ritual, cuyas teclas mensajeras tocaron el vozarrón de una historia no contada, eximida de los manuales, ausente por vacíos y desplantes, perdida irremediablemente en la oscuridad absoluta de la grafía inexistente, del dibujo prismático de las cuevas, hedor del tiempo podrido y de la imaginación impotente. Intuimos la labranza de los espíritus, la holganza de la memoria datada, el incesante transcurrir de las carencias, la explosión de los cuerpos y la piratería insomne de la propia historia. Es entonces que contactamos al hechicero, al cómplice taciturno de la oscuridad que bambolea sus propios tenedores en la magia de los elementos, salta los confines de la materia grosera y podrida de los tiempos, y aúlla, atrapa en decibeles, en conexiones rituales del cántico y la palabra, las cantinelas del oscuro ser, que no por ausente en la grafía deja de levitar insomne en el terraplén de los cantos en la otredad.
Asistimos esta noche a un acto especial, el texto Areytos, los cantos sagrados, una fuga estelar del poeta que nos incorpora bajo un colorido de imaginación y poesía al encuentro de lo mágico-real, a la identificación de las barreras, que nos conduce de la mano a internarnos en un mapa primario, donde cohabitan los vocablos uncidos, la capa térmica del alma hendida, la oscura polimetría de los espacios cohabitados por la poesía clandestina de los dioses.
El autor de estos cantos sagrados es un narrador insomne, despabilado 500 u 800 años después, que rasga la cortina de maderos y de guasábaras, y desanda caminos pedregosos, procura al amo del fuego, hurtado con astucia al más sabio de los dioses. El narrador omnisciente no omite prontuarios, refrenda la huidiza eternidad donde los taínos, que no descienden de la noche sino del conocimiento con el fuego y por el Guey, la luz eterna de todos nuestros días.
El relator, evidentemente tocado en su mecenazgo de florilegio verbal y contumacia esotérica, no escatima sentencia, el don verbal de la imaginación, entrelazado con el pronóstico de todas las fundaciones iluminadas por el sesgo inmutable de los dioses. El testimonio del narrador es omnisciente, templado, pariente de todas las cosmogonías del universo,
“Bayamanaco ofendido/ al Yamoncobre imprudente/ lanzó un escupitajo en plena espalda/ que al tocar el lomo del gemelo/volviose jicotea sin lomo endurecido/ En la saliva del dios había una simiente/ que esparció la vida nueva en el mundo, el fuego y lo mucho que el anciano conocía/ luego se alojó en el interior de las mujeres/ que crecieron y trajeron entonces/ multiplicadas simientes de aquel dios/ Así por lo divino, nacieron los taínos que al nacer ya cantaban hasta cuatro, de la ciencia y el fuego que un gemelo/ hurtara con astucia al más sabio de sus dioses”.
En la mitología griega, Prometeo desafía a los dioses robando el fuego y dándolo a la humanidad. De ese hurto venimos, desde entonces nacieron los taínos, descendencia cósmica atribulada en un peñón de isla solitaria que naufraga todavía desde entonces, entre vaticinios y tormentos.
Los Areytos son los cantos sagrados que pernoctan en neblina y naufragios de la débil solera de los tiempos chamuscados, son resuellos de un destino que no cesa, que reemplaza la angustia en su búsqueda de nuevos cielos, la visión ofendida de la reminiscencia. El autor no necesitó unciones para subirse en el lomo de los espíritus sagrados. Su estelar narrativa la va diseñando arriba, sobre los prolegómenos del misterio. Trabaja en la vaciedad del cronometro del tiempo datado, no sustituye la gradación de las estaciones temporales de la historia; más bien retorna al principio, al ordenamiento simple de las cantinelas, los himnos hieráticos del fuego antiguo.
Este hermoso libro de Giovanny Cruz Durán, tiene nueve cantos de una hermosura alegórica, trenza el misterio en una compulsa vigorosa de la palabra alada, nos va introduciendo en el entresijo y de súbito uno se percata de que los ritos constituyen un compromiso de lectura, que hoya la temporalidad en el mismo decurso de todas las estaciones de la cultura. Por momentos, de súbito, no nos son ajenos las disquisiciones, todas las palabras, todo el embrollo y los ritos, el molde relativo de la fiera encantada de los sacrificios, todas las disquisiciones en consultas con el Dios dador, esa pluralidad asistida, la historia contada por la flor, el idilio del sol y la luna, las lágrimas de Dios, a Yaya el Innombrable, un cacique de trueno, la Madre de la Piedra, para despedir a la Flor de Oro, Epitafio final.
Este deslumbrante aporte de Giovanny Cruz a la conciencia deletérea de estos cantos, traduce estilo y precisión semántica, manejo diestro del lenguaje, aclimatación al mito y la leyenda, convirtiéndose el propio autor en su momento narrativo más denso, en un mago paralelo del creador de los cielos y la tierra. Se trata de un hechicero, quien rescata 163 vocablos taínos, diez textos que levitan en la mitología taína, ese pasado nublado y remoto de la prehistoria en los prolegómenos de la conquista y la depredación más oscura. Es el camino pedregoso del Tiempo, el pueblo sofocado como llama donde la Reina descifra el viejo enigma, la definitiva muerte derogada una y otra vez en la gravitación de estos versos.
Giovanny, preciso, depurado, introductor al sortilegio letrado de cada tragedia, una escritura limpia, a la que agrega, como soporte sostenido un Glosario de términos y nombres taínos, para que la magia y su urdimbre traduzca el asombro y el portento del texto.
Gracias Giovanny Cruz, por esta miscelánea de cantos sagrados que hace del lenguaje un puente prodigioso de hermosura y divinidades.
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