El caribe no es precisamente una región homogénea. En las islas y archipiélagos que lo integran hay disímiles acentos y tonos culturales. Por eso hablar de un teatro caribeño entraña riesgo. Pero el riesgo es, según plantea Luis Rafael Sánchez en su obra QUÍNTUPLES, una de las características del teatro nuestro.
Compartir con el lector pretendo algunas singularidades de nuestro teatro que en mis años de hacerlo he observado.
Nuestro teatro es rico en imágenes, colores y quimeras:
Cuando los primeros conquistadores descubrieron a los indígenas que ya habían descubierto el caribe, trajeron un idioma, una preocupación, un estilo y otra historia; es decir: una cultura. Esta terminó mezclándose con las de las islas.
La cultura indígena finalmente resultó más fuerte que los mismos habitantes de la región del caribe. Más de 500 vocablos, costumbres, sistemas agrícolas, etcétera han sobrevivido al exterminio que los guerreros españoles efectuaron en la isla de Santo Domingo.
Cuando los negros africanos fueron obligados a venir a la región trajeron también una cultura que se fue entrelazando con las existentes.
El resultado final fue una rica, variante y especial cultura en nuestras islas.
El teatro se inició por esos tiempos. Las primeras líneas escritas y representadas en la época de la colonia fueron autos sacramentales. Nacieron de la confrontación. Lo que determina que se cumpla uno de los ritos y requisitos del teatro universal.
Hablo, por supuesto, del entremés de Cristóbal de Llerena. En dicho entremés su autor y director cuestiona a las autoridades coloniales. Estos, en represalia, lo expulsaron del país. Convirtiéndose Llerena en el primer teatrero perseguido en la isla.
Con el devenir, las particularidades de la cultura fueron determinando el compromiso teatral. Este se mantuvo durante mucho tiempo muy ligado al estilo español. Pero paulatinamente fue buscando un tono, un sello y una forma nacional.
Ricard Salvat, prestigioso hombre de teatro español, nos comentaba que el futuro del teatro universal podría estar en Hispanoamérica. Muchas de las características ritualísticas de nuestro teatro lo asemejan al de los orígenes, ha dicho y escrito Ricard Salvat.
Nosotros no hemos desarrollado aún una técnica escénica, no un estilo terminado. Apenas tenemos una forma de expresarnos sobre el escenario. Pero lo hacemos de una manera total y definitiva. Es un acto de fe y entrega.
Preciso señalar unos comportamientos, unas expresiones, una actitud y algunos símbolos que he advertido en la escena nacional.
El color:
Tiene mucho importancia el color en nuestro teatro. Hay una sorprendente magia detrás de este.
El amarillo: Expresa todo un comportamiento, una energía una voluntad. Toda la simbología de nuestro teatro es enmarcada dentro de este poderoso color. Hay también dentro de él una añoranza, un pasado.
En nuestra magia popular este color corresponde a Anaísa, la reina de las metresas nacionales
El rojo: Expresa sobre el escenario la fuerza de nuestras pasiones. No es por pura casualidad que está en nuestro más importante símbolo patrio. Aprovecho este espacio para recordar que aquel que eligió ese color como parte de nuestra identidad, Juan Pablo Duarte, empezó su lucha independentista precisamente desde los escenarios. Convirtiéndola en única en todo el mundo.
Candelo es para la religiosidad popular el barón rojo del panteón vudú.
El verde: Sin dudas es el que mejor nos representa. Es donde ponemos toda la fantasía y nuestros mejores sueños.
En el panteón vudú han asignado el color verde a Belié Belcán Toné, astuto guerrero popular.
El azul: El color de los guerreros. Con él manifestamos una intransigencia. Es el estandarte de la intrepidez dominicana.
Quizás por eso se le asignó ese color a Ogún Balenyó, el gran guerrero (especie de Ministro de Armas) para nuestro magos populares.
El blanco es el hilo conductual. Lo usamos como líneas. Une las razas, nuestras emociones, nuestras pasiones, las diferentes culturas que conformó la mezcla.
La pura Metresilí es la dueña del blanco en la magia popular.
El dolor: Puse en mi obra Amanda, en boca de Candelo que “no es el amor... es el dolor lo que purifica al hombre”. Algunos expertos en la cultura griega afirman que entre los propósitos del teatro griego estaba la catarsis.
Se me antoja que el dolor que se manifiesta en la escena dominicana está ahí para purgarnos.
Observo ese mismo comportamiento en todos los rituales de nuestra magia organizada.
No he podido determinar el origen de nuestras supuestas culpas, apenas he llegado a identificar la intensidad del dolor... y a padecerlo.
El amor: Dentro de este Segundo Festival Iberoamericano de Teatro, pudimos apreciar varias realizaciones españolas. Vimos sus características. Establecimos las diferencias. Se advierte en los europeos peninsulares un aceptable nivel técnico; pero debilidades en sus pasiones sobre el escenario.
En el teatro dominicano esto es precisamente lo que sobra. El amor que exponemos en la escena es absoluto y grandilocuente. Su energía suple con frecuencia las debilidades de la reflexión.
Es el amor, sólo este, lo que ha hecho sobrevivir y crecer nuestro teatro; despreciado y temido por la gran mayoría de nuestros gobernantes.
La magia: Una parte de la actividad teatral dominicana ha vivido dándole la espalda a toda la magia que existe dentro de nosotros. Ese teatro tiene su importancia, pero no nos permitirá construir un lenguaje propio, una estética teatral nacional.
Un teatro no es nacional porque lo escriba un nativo de un país.
Lo es cuando sus símbolos, su lenguaje, sus modos, sus usos, sus temas y sucesos realmente contienen la cultura del país.
Es en ese sentido que, particularmente, hemos estado hurgando en los misterios de nuestra magia, para desde ella construir obras como Amanda, Virginia-Sombra, La Virgen de los Narcisos, Sobre Locos y Duende, Barrio 7 tumbas; entre otras.
Todo el dolor, el amor y el color que ya he citado están contenidos dentro de los rituales sincréticos dominicanos.
Sus gestualidad es especial. Sus saludos se parecen, más de lo imaginable, a la manera de comportarnos ordinariamente. Los “pases” y “transes” nos permiten una riquísima experiencia que transformamos ahora en verdades escénicas. El canto agudo de los atabaleros está hasta en la musicalidad de nuestros “buenas noches”. Las pasiones de nuestros luases le dan a nuestra cultura una sintonía especial.
No podemos vivir de espaldas a esa realidad cultural.
No olvido, desde luego, que hablamos en español, que nuestra educación escolar es española, que la mayor parte de nuestra formación es española.
Pero hay una cultura indígena que no pereció con el exterminio de los primeros habitantes de la isla. Hay una cultura negra que llegó con los esclavos africanos y que decidió quedarse para siempre.
Las tres tendencias culturales, cada una con su acento se fueron, como ya he dicho entrelazando.
El resultado es una palabra sonora, un canto hondo, una gestualidad particular, una gramática visual, una reflexión, un grito. Todo esto para transformarse en un sincero rito.
Alguien decía que el sancocho era la mejor representación de nuestra cultura. En él hay un poquito de muchas cosas: yuca, plátano, ñame, yautía, verdura, varias carnes, tambores, redoblantes, cencerros y el agua como diluyente. Todos estos alimentos y elementos tiene o debe tener nuestro teatro.
El camino, parece ser, lo está indicando desde hace tiempo nuestra antropología.
Espectadores y artistas coinciden en que debemos escuchar sobre el escenario a nosotros mismos y a las voces de muertos que aún no se han marchado.
Cuando el aire penetra por los cacaotales produce un sonido muy especial. Cuando dos o más personas majan arroz o café en un mismo pilón y al mismo tiempo hay un sonido y un riesgo fascinantes, cuando la palabra se vuelve canto en el tono alto de los atabaleros nos expresamos todos, cuando Candelo, Anaísa, Belié Belcan Toné, el guerrero Ogún Balenyó, Gran Buá y Tinyó Alaué, se “desmontan” en semana santa porque es el tiempo de Jesús Cristo (el de Nazaret o el de Bayaguana, no importa.) descubrimos que la mezcla es feliz y coexiste.
En todo esto, entiendo, está el color, el sabor y el contenido de nuestro teatro.
Finalmente esto procuro: Un Teatro Mágico Dominicano.
Hay una cultura oficial que ha pretendido negar la importancia del sincretismo mágico-religioso aquí. Se ha llegado tan lejos en ese sentido que se asegura que el vudú, por ejemplo, pertenece exclusivamente a Haití.
Nada más carente de lógica. No podemos soslayar el hecho de que los esclavos africanos que trajeron los españoles vivieron primero aquí antes de construir la nación haitiana.
Fue aquí donde se les prohibió por primera vez adorar a sus deidades nativas. Fue primero aquí donde ellos engañaron a los españoles haciéndoles creer que adoraban a santos católicos, cuando realmente lo hacían a sus dioses africanos.
Anaísa es una deidad nuestra. Está ahí vestida de amarillo, con leyendas de todos los colores ayudando a nuestros actores y actrices.
Belié Belcán se viste con sus mejores galas verdes cuando se le ilumina en los escenarios dominicanos.
Los guedeses y el Barón Samedí ya debutaron en “La Saga del Baron”.
Candelo es figura obligada de la escena antropológica dominicana. A todos nos arropa con la severidad de sus gestos y su inconfundible bata roja.
Ogún Balenyó, vestido de azul, cabalga solitario sobre las tablas de nuestros escenarios.
Hasta el gran Toró, con su bata marrón, pide sangre sobre el escenario.
La india Mencia se ha convertido en metresa y ya susurra a los dramaturgos sus historias.
Metresilí Dantó ya esta lista para darle toda su elegancia al teatro nuestro.
Todo el contenido de la magia se manifiesta hoy, se abre paso en la escena dominicana. Demanda que se corran las cortinas que le han impuesto.
Detrás de los luases y metresas que he citado, y de los que no, hay anécdotas fantásticas, hay actitudes fascinantes, existe la autenticidad de un rito, la pasión de unas geniales leyendas y una mitología única que sobre los escenarios sería cautivante.
Detrás de toda esa magia nuestra, existe la gran posibilidades de un lenguaje teatral propio, que ni el racismo debe impedir.
¡Telón!
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