rocío.
Te celebro en los rayos del sol
que penetran intersticios de paredes ahuecadas,
ellos son
—finalmente lo sé—
duendes expectantes.
Igual te celebro en el haz que cruza mis ventanas,
descubriendo un venturoso Universo
sonriéndome en billones de mágicas partículas
flotando en mis espacios.
Te celebro
en los roncos quejidos de amantes desenfrenados,
en sus fugaces e incumplidas promesas
que procuran perpetuar esos instantes
en los cuales pasiones y sudores
urgen convertirse en lenguaje articulado.
Te celebro
en las «Aguas Primaverales» de Turguénev
que acostumbro leer
cada vez que te descubro en la llovizna
agazapa en mis múltiples zaguanes,
entrando por la segunda puerta de mi cuarto,
vestida de fantasías y de estrellas,
recostada en un balcón
desnuda
llenándote de luna
o repitiendo tus dos palabras preferidas:
—las únicas que importan—
¡Soy tuya!
Te celebro en cada uno de los versos
que he querido robarle a Paul Éluard:
«Te amo por amar.
Te amo por todas las mujeres que no amo.»
Te celebro, me apasiono y río
en las alegres desvergüenzas de Milan Kundera
que inevitablemente encuentro en
«El libro de los amores ridículos».
Te celebro en las urgencias de aquel dios arquero
que perseguía en el bosque
a la negada doncella.
Te celebro en los candiles de escenarios antiguos,
en las fascinantes sombras chinescas que nos permiten ser el Otro,
en el extraño y legendario canto del grillo,
en los colores y las plumas del águila,
amada y temida por gusanos,
por nosotros
y los otros.
Te celebro
en los sueños del transmutante camaleón,
que sólo aspira ser
—en su singular mimetismo—
su único Universo conocido.
Te celebro
en cada pétalo de las fascinantes amapolas de Villa Trina,
que son como las furcias...
dadoras de placeres.
Te celebro en las abejas que sustraen el polen de las rosas
para luego sembrarlo por ahí en otras flores,
también lo hago en el nectarívoro colibrí,
extasiado siempre frente a los capullos,
en la expectante pantera
que se vuelve sombra ante tus infinitos esplendores,
en los sonajeros que cantan, encantan y bailan
casi tanto como tú.
Te celebro en las bufandas de tules añiles
y en los peplos bermejos que nunca debieron irse.
Te celebro
en las vivenciales canciones de alabanzas,
en todos los secretos escondidos en la danza y la cintura
de aquella Salomé que bailaba para todos
aunque sólo quería besar a Jokanaán,
en el velo que Ivanova regaló a Samia Gamal
para que nos perdiéramos en el hechizo
de sus danzas orientales.
Te celebro y percibo
en la convicción de Aquel mártir
que no dejó de aclamarte
sabiéndose morir entre jugadores y ladrones,
Te celebro en los rayos del sol
que penetran intersticios de paredes ahuecadas,
ellos son
—finalmente lo sé—
duendes expectantes.
Igual te celebro en el haz que cruza mis ventanas,
descubriendo un venturoso Universo
sonriéndome en billones de mágicas partículas
flotando en mis espacios.
Te celebro
en los roncos quejidos de amantes desenfrenados,
en sus fugaces e incumplidas promesas
que procuran perpetuar esos instantes
en los cuales pasiones y sudores
urgen convertirse en lenguaje articulado.
Te celebro
en las «Aguas Primaverales» de Turguénev
que acostumbro leer
cada vez que te descubro en la llovizna
agazapa en mis múltiples zaguanes,
entrando por la segunda puerta de mi cuarto,
vestida de fantasías y de estrellas,
recostada en un balcón
desnuda
llenándote de luna
o repitiendo tus dos palabras preferidas:
—las únicas que importan—
¡Soy tuya!
Te celebro en cada uno de los versos
que he querido robarle a Paul Éluard:
«Te amo por amar.
Te amo por todas las mujeres que no amo.»
Te celebro, me apasiono y río
en las alegres desvergüenzas de Milan Kundera
que inevitablemente encuentro en
«El libro de los amores ridículos».
Te celebro en las urgencias de aquel dios arquero
que perseguía en el bosque
a la negada doncella.
Te celebro en los candiles de escenarios antiguos,
en las fascinantes sombras chinescas que nos permiten ser el Otro,
en el extraño y legendario canto del grillo,
en los colores y las plumas del águila,
amada y temida por gusanos,
por nosotros
y los otros.
Te celebro
en los sueños del transmutante camaleón,
que sólo aspira ser
—en su singular mimetismo—
su único Universo conocido.
Te celebro
en cada pétalo de las fascinantes amapolas de Villa Trina,
que son como las furcias...
dadoras de placeres.
Te celebro en las abejas que sustraen el polen de las rosas
para luego sembrarlo por ahí en otras flores,
también lo hago en el nectarívoro colibrí,
extasiado siempre frente a los capullos,
en la expectante pantera
que se vuelve sombra ante tus infinitos esplendores,
en los sonajeros que cantan, encantan y bailan
casi tanto como tú.
Te celebro en las bufandas de tules añiles
y en los peplos bermejos que nunca debieron irse.
Te celebro
en las vivenciales canciones de alabanzas,
en todos los secretos escondidos en la danza y la cintura
de aquella Salomé que bailaba para todos
aunque sólo quería besar a Jokanaán,
en el velo que Ivanova regaló a Samia Gamal
para que nos perdiéramos en el hechizo
de sus danzas orientales.
Te celebro y percibo
en la convicción de Aquel mártir
que no dejó de aclamarte
sabiéndose morir entre jugadores y ladrones,
ni aún cuando la feroz lanza penetraba
en la roja habitación donde dormías.
Te celebro en tu gesto sin rostro,
en tu nombre sin apodo ni apellidos,
en la ilusión de mis dedos reclamándote los labios,
en las seductoras miradas de doncellas que cruzan mis caminos,
en el taconeo repicado de casas encantadas y vacías,
en las faldas florecidas de aquellas que apenas te susurran,
en los que gozosos se aventuran a llamarte,
en aquellos que te piensan o presienten,
en los sabios que por siglos han intentado
—sin haberlo todavía conseguido—
atraparte o explicarte en el Vocablo.
Te celebro en todos los enigmas del fuego,
en el imperecedero movimiento del río,
en los lúdicos efluvios que salen de la tierra,
en las inacabables formas de las nubes del Sur,
en los labriegos que te cantan,
en el canto y la música ritual de atabaleros,
en nuestro único desierto,
en esos obreros venecianos que fabrican los espejos,
en todas las ciudades que me he propuesto conocer,
en todas mis noches de vino, poesías y nostalgias.
Allí te identifico
y te llamo alborozado por tu nombre convenido:
¡Amor!
en la roja habitación donde dormías.
Te celebro en tu gesto sin rostro,
en tu nombre sin apodo ni apellidos,
en la ilusión de mis dedos reclamándote los labios,
en las seductoras miradas de doncellas que cruzan mis caminos,
en el taconeo repicado de casas encantadas y vacías,
en las faldas florecidas de aquellas que apenas te susurran,
en los que gozosos se aventuran a llamarte,
en aquellos que te piensan o presienten,
en los sabios que por siglos han intentado
—sin haberlo todavía conseguido—
atraparte o explicarte en el Vocablo.
Te celebro en todos los enigmas del fuego,
en el imperecedero movimiento del río,
en los lúdicos efluvios que salen de la tierra,
en las inacabables formas de las nubes del Sur,
en los labriegos que te cantan,
en el canto y la música ritual de atabaleros,
en nuestro único desierto,
en esos obreros venecianos que fabrican los espejos,
en todas las ciudades que me he propuesto conocer,
en todas mis noches de vino, poesías y nostalgias.
Allí te identifico
y te llamo alborozado por tu nombre convenido:
¡Amor!
No hay comentarios:
Publicar un comentario