Sabemos,
todos los escritores sabemos, que efectivamente es el Otro quien
escribe nuestras obras. Nosotros somos, apenas, traductores de Aquel a
quien solo captamos, a veces, en el fondo de nuestros espejos.
“La suprema verdad artística es siempre
verdad espiritual, que, en el drama y en la novela puede llamarse, según la
terminología científica al uso, verdad psicológica. Cuando esa verdad se
alcanza en una obra, poco importa que en ella lo exterior no tenga aspecto ni
consistencia de realidad, o los tenga sólo en consonancia con la concepción
espiritual; y por eso es más real un drama de Maeterlinck, con desarrollarse en
país indefinido o indefinible, que todo el realismo fotográfico de un Brieux.
Ya ha dicho profundamente Bergson que el arte abandona la simulación de la
realidad cuando encuentra medios superiores de producir la emoción estética.”
Pedro Henríquez Ureña
Un hombrelobo en Las Calderas
«La literatura es mentir bien la
verdad.»
Juan
Carlos Onetti
A finales del 1958 mi padre había sido
designado Supervisor General de la construcción de la carretera que enlazaría
la Base Naval de Las Calderas con el muelle de Ocoa. La Base Naval estaba a la
sazón comandada por un tal coronel Castillo, casado con una coja de nombre
Milagritos, hermana del sátrapa Rafael Leonidas Trujillo Molina («Chapita»).
La
designación de Supervisor había vuelto a reunir a la familia, separada casi un
año por razones económicas. Aunque mi padre era sobrino y capataz de las obras
que por contrato realizaba un allegado a Trujillo de nombre José Delio, los
inoportunos aunque tímidos comentarios antitrujillistas que solía hacer en
algunos lugares, provocaban que mucha gente simpatizante de la satrapía, o
temerosa de ella, no quisiera tenerlo siempre en su entorno de trabajo, a pesar
de lo eficiente y dedicado que él era en esos menesteres.
Cada
vez que llegaba una prángana, mi madre y los hermanos terminábamos «asilados»
en la casa de los abuelos maternos, situada en el paraje donde habíamos nacido:
El Caimito de Moca.
Mi
padre se había quedado en la capital por haber allí mayores oportunidades de
empleo. Esta vez la desocupación de mi padre, discreto pero pertinaz crítico
del tirano, duró más de lo normal. Hasta se vio forzado a conducir por unos
meses un auto público al que tenía que frenar manipulando la palanca de los
cambios de velocidades.
En
El Caimito siempre disfrutábamos la estada. Hacíamos carritos de yaguasil para
deslizarnos por los despeñaderos, sacábamos yuca del mismo corazón de la
tierra, robábamos racimos de plátanos en la finca más cercana, arrancábamos las
frutillas del cundiamor que crecía silvestre entre las plantas de maya que
delimitaban la casa de los abuelos, recolectábamos de un bucaré cercano peonías
rojinegras para echárselas a las lámparas de gas, comíamos manís frescos de la
plantación que estaba frente a la casa, rezábamos el rosario al caer la tarde,
maldecíamos las maldiciones de la abuela cuando jugaba dominó, cenábamos casi
indefectiblemente arenque guisado con mangú o queso blanco frito y en mi caso
particular, a pesar de mis escasos seis años, me desaparecía en los cacaotales
a la hora de la siesta para “jugar” con algunas de mis primas. Un panorama
realmente encantador y paradisíaco. Aún así, cuando mi padre se apareció una
tarde de un sábado y se colocó un billete de papel moneda en la frente,
anunciando cierta bonanza económica, nos alegramos en demasía. Era un buen
augurio...
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